jueves, 10 de marzo de 2016

Las Princesas de verdad no se enamoran.



Los cánones de belleza cambian, rehenes de los tiempos, las costumbres alimenticias y los medios materiales. Os invito a un paseo por el Museo del Prado de Madrid, su fantástica página web nos ayudará a entenderlo mejor. Princesas de verdad, heroínas bíblicas, santas y otros personajes religiosos han iluminado la imaginación de artistas en los últimos siglos. Mujeres gorditas e idealizadas que - sin alcanzar a comprender la razón - han marcado el camino de la estética y la perspectiva. 

Empecemos con Jaume Serra. Si vais al Prado un día en el que haya hordas de seres humanos, debéis dirigiros directamente al delicioso espacio de la Donación Várez Fisa. Un remanso de paz y una inmersión en el pasado esotérico de las peculiaridades del Románico y el Gótico español. Centrémonos únicamente en el cuadro de Jaume Serra, ‘Virgen de Tobed con los donantes Enrique II de Castilla, su mujer, Juana Manuel, y dos de sus hijos, Juan y Juana', ahí vamos a encontrarnos a nuestra primera princesa, Juana de Castilla (1339-1381), al lado de su hija Juana, enfrente de su marido (Enrique II de Trastamara) y de su hijo, Juan. Protegidos todos por la Santa María de Tobed.



Enrique (su marido) era hijo ilegítimo de Alfonso XI de Castilla y hermanastro de Pedro I el Cruel. Tras una cruenta guerra civil, Enrique subió al trono de Castilla dando comienzo la Dinastía Trastamara que finalizó con la muerte de Isabel la Católica y la llegada a España, tras la muerte de su marido, Fernando, de Carlos de Habsburgo, conocido por nosotros por Carlos I de España y V de Alemania. Un término absurdo porque Alemania, como tal, no existía entonces. Pero eso es otra historia.

Cuando este cuadro se cuelga en el Altar Mayor de la Iglesia de Santa María en Tobed (Zaragoza), ella todavía no era reina. Su marido no había ganado la guerra ni matado a su hermanastro, Pedro I, en Montiel. Pero Juana, cargada de razón y legitimidad, se observa idealizada bajo la protección de los poderes divinos.


Las princesas de entonces eran prometidas, sin su consentimiento, a edad temprana, en función de los intereses familiares y territoriales. A nadie que perteneciese a la nobleza o a la realeza se le ocurría cuestionar este sistema. Conscientes o no de sus privilegios, tenían grabado en su ADN la protección a sus feudatarios y el engrandecimiento de su familia. Si cometían el error de enamorarse, procurarían no exteriorizar sus sentimientos o sacar a colación sus absurdas pretensiones. Por otra parte les hubiera dado igual, porque ni caso les hubieran hecho. No había espacio para el amor. 

Aquí la vemos hierática, con una cara exactamente igual a la de su hija, con rasgos finos, blanquecinos, delicados; como corresponde a una dama de su alcurnia. Dios la ha bendecido y su futuro – aunque incierto en ese momento – sin duda será glorioso. Cuando tu vida ha sido dirigida desde la infancia, cuando te entregaron a un hombre al que no habías visto hasta casi el momento del matrimonio, te creías con el derecho inapelable de ocupar el lugar social en el que te encontrabas. Un derecho legítimo, la Virgen te abraza y te da fuerzas cada día. 


Sé que para un mundo de descreídos como el nuestro, ponerse en lugar de esta mujer es complicado. Pero estoy segura que dentro de ochocientos años nuestro modo de vida se verá – desde la distancia – con incomprensiva jocosidad.

Arropados por la divinidad, los primeros Trastamara se ponen al servicio de sus siervos y de los señores feudales que les habían acompañado durante años de itinerancia por las tierras castellanas, con un pacto absoluto de reciprocidad feudal. 


¿Había amor en este matrimonio? Ni lo sabemos, ni nos importa. Su vida no era un circo absurdo, donde toda falta era relativa. Donde todo estaba permitido porque, ¡fíjate tú!, se habían enamorado. No eran idiotas, ni estaban estigmatizados por la religión opresiva. Sólo eran unos seres humanos arrastrados por el devenir de sus circunstancias.

Por eso, cuando os sentéis frente a este cuadro, pensad en ello e intentad llenar vuestra vida de espiritualidad medieval. Si podéis, y tenéis tiempo, profundizad en una de las etapas más apasionantes de la Historia de Castilla. 
M.



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