sábado, 12 de marzo de 2016

La Cripta de los Capuchinos

Publicado en 'Guay del Paraguay' el 12.Mayo.2016

Hay libros que mientras nos embelesan y nos elevan a los cielos, sutilmente nos hacen reflexionar mostrándonos una realidad certera que casi podemos tocar. Alcanzando momentos de absoluta comunión con sus personajes.



Estamos ante una obra maestra, sin más. Aquí podría concluir mi crítica del libro, porque no resta nada más que decir.

Momento de silencio para reflexionar, instante - si lo leéis - al que llegaréis cuando cerréis su última página. ¿Dónde acaba dirigiéndose el último miembro de una estirpe bendecida por el Emperador Francisco José? Hacia una cripta, donde están enterrados los Habsburgo, espejo de un mundo finiquitado tras la Primera Guerra Mundial, cuyo final casi coincide con la muerte del último de ellos. A los que montan los saraos aniquiladores, Dios los bendice con la muerte, para no contemplar el desastre de sus gestiones. Sí, siempre lo digo, la vida es muy injusta.

Una reflexión muy simple viene a la cabeza de Trotta al contemplar la cripta. Lo que dejamos cuando perdimos la Gran Guerra fue malo, pero lo que nos viene ahora, con certeza será peor. Estamos en el año 1938, justo en el momento del Anschluss, o lo que es lo mismo, la incorporación de Austria a la Alemania Nazi. ¡Qué Dios nos ampare! ¡Qué grandes estrategas han conducido a la humanidad hacia el abismo! Menos mal que Dios aprieta pero no ahoga, menos mal que son los inocentes los que pagan las consecuencias de tanto desmán. Por eso hay que tener una fe profunda para creer en un Dios bueno y justo. Si observamos la historia con espíritu crítico, no hay ni un sólo resquicio racional para confiar en Él.

Francisco José murió a los 86 años tranquilamente en su casa de Viena. Había comulgado y estaba en paz con Dios. Mientras, niños de 17 años se desintegraban en las trincheras, obedeciendo órdenes absurdas de militares orondos con escaso aprecio hacia la vida humana (la de los otros, claro, no la suya). Debéis viajar a Bélgica y contemplar las filas de tumbas para llorar de impotencia y entender bien de lo que hablo. O leer el poema de John McCrae y llevar siempre una amapola en la solapa.




Pese a todo ello, el protagonista de la novela contempla impotente la fragilidad de la memoria humana ante el horror que está por llegar. Para alcanzar este final rotundo y sobrecogedor, Joseph Roth nos ha ido pintado un mosaico variado de personajes y situaciones que comienzan justo antes del inicio de la Primera Guerra Mundial. Presentando al joven Trotta, un despreocupado individuo de origen esloveno, con una holgada posición económica. Un pariente cercano incluso había salvado la vida al Emperador en la Batalla de Solferino. ¡Ahí es nada! 

Trotta es despreocupado y joven, pero no estúpido. Con precisión matemática nos describe el Imperio Austrohúngaro. Su defectos, sus tensiones nacionalistas, la involuntaria sensación de unidad y seguridad, la semilla del odio hacia los judíos y la certeza de que - tras años de adoctrinamientos variados - cada una de las realidades del Imperio está convencida que ganará la Guerra. Pero no quedará nada. 

Su participación en la Guerra será todo menos gloriosa. Renunciará a formar parte de un regimiento compuesto por personas de alta alcurnia, trasladándose a una zona fronteriza para estar junto a un judío pobre, al que le une una extraña amistad, y un pariente lejano, al que ve como único anclaje sobre la tierra. Nada más comenzar la contienda los tres son hechos prisioneros y deportados a Siberia, en medio de la nada. Allí acabarán la Guerra. 

Cuando Trotta vuelva a Viena descubrirá que los que se quedaron allí, además de no disparar ni un solo tiro, son los componentes de un extraño caldo de cultivo compuesto por modernidad, miseria, desintegración, comunismo, fascismo, capitalismo y desprecio absoluto por aquellos supervivientes del horror inabarcable. 


Y entonces, cosas de la vida, comienza a ser creyente. Ya antes de la Guerra, nos había explicado por qué el devenir del destino habría de llevarle a ese punto. No puedo por menos que copiarlo directamente del libro, porque me parece sublime:


"La Iglesia de Roma es, en este mundo podrido, la única que da forma, que conserva la forma, sí, también se podría decir que reparte la forma. Ha encerrado en el dogma lo tradicional, el legado del pasado, como en un palacio de hielo, y ha dado a sus hijos la libertad de obrar libremente en torno a ese palacio, que tiene un patio ancho y espacioso; ellos pueden actuar erróneamente, incluso llegar a lo prohibido, pero donde hay pecado saben que también hay perdón. La Iglesia no cuenta con el hombre perfecto, y esto es lo que tiene de eminentemente humano; a sus hijos sin falta les eleva a la categoría de santos; de esta forma admite de forma implícita el pecado, en la medida en que no considera que un ser sea humano si no es pecador: los demás son bienaventurados o santos. De este modo demuestra la Iglesia de Roma su inclinación por la misericordia y el perdón. Piense usted que no hay nada más vulgar que la venganza. No hay nobleza sin generosidad, como no existe la venganza sin vulgaridad"

Pero como todo ser humano compasivo y perceptivo, contemplará el abismo con impotencia. Porque Dios (en cualquiera de sus variantes) raras veces ayuda a los que lo merecen.

Leed el libro. Por favor. Es una orden.
M.



No hay comentarios:

Publicar un comentario