sábado, 26 de noviembre de 2016

Brexit y otros absurdos.

Nadie en su sano juicio, y en pleno uso de sus facultades mentales, podía llegar a imaginar que los británicos iban a votar 'NO' a la Unión Europea en el Referéndum sobre el Brexit el 23 de junio de 2016. Los políticos y los periodistas - culpables casi de la totalidad de los males del siglo XXI - experimentaron con un caldo de cultivo de terroríficas consecuencias para la gente normal. No porque vaya a pasar nada, ni nuestra zona de confort se vaya a ver afectada... ¡No por dios, tranquilos! Más bien porque la falta de rigor y sentido de la realidad nos arrastra a unos vaivenes extraños que, ante la falta de estrategias realistas de los gurús pensantes, nos condena a gastar energías subiendo peldaños ya escalados y desperdiciando neuronas que podrían ser usadas para logros infinitamente más útiles. 

Esto es lo que sucede por tener economías subvencionadas que destinan ingentes cantidades de dinero a discutir lo discutido y a crear polémicas sobre lo ya de por si polémico, polemizando sobre lo que debe o no debe ser, sobre el bien común, sobre el ciudadano y su 'no se sabe qué bienestar', marcado siempre por lo que el Estado - tras robarnos sin piedad - decide que es bueno para nosotros. Sobre gente a la que se le promete que, sin hacer ni producir nada, tiene derecho a recibir todo sin dar nada a cambio. Europa sobrevivió a dos guerras terroríficas, y no ha aprendido nada. Nada de nada. Ha 'desaprendido', si se me permite la expresión. Pero lo más terrorífico de todo es que el bastión del pragmatismo, el Reino Unido, se ha convertido en uno más de los predicadores de lo absurdo. Ya no nos queda nada, no sé si quemar mis novelas de Sherlock Holmes. 




No quería hablar de política, quería hacer un mini-resumen de Londres en otoño, tras el Brexit. Hablar de arte, de Expresionismo Abstracto, de una ciudad que bulle, de un cuadro de Maximiliano de México pegado a trozos en un lienzo que se exhibe en la National Gallery, no lejos de donde Murillo, Zurbarán y Velázquez se enfrentan por conseguir lo sublime. De los humanos que paseamos por el Soho disfrutando de la diversidad y de la paz, dando por hecho que esos ratos de ocio son producto del azar y no de miles de desagradables episodios históricos. Desayunando y leyendo periódicos como 'The Times' o 'Daily Mirrorr', en los que critican a Trump por sus hirientes palabras contra los inmigrantes mexicanos, cuando nosotros europeos tenemos a miles de personas hacinadas en nuestras fronteras y miramos hacia otro lado. 

La globalización, los contrasentidos y la ceguera. Me gustaría poder resumir todo lo que se me ha pasado por la cabeza estos días londinenses, y no sé bien cómo hacerlo.

Para focalizar mi sentimiento general, recomiendo la lectura del artículo de Mario Vargas Llosa sobre 'la Decadencia de Occidente', publicado en El País el 20 de Noviembre. Como él escribe y se expresa muchísimo mejor que yo, no voy a perder el tiempo haciendo lo que que acabo de criticar en otros, es decir polemizar sobre lo polémico.

Con una idea general sobre la hecatombe y ya entrados en materia, nos ponemos al volante de un coche británico, así al llegar a la primera rotonda y tirarnos por costumbre hacia la derecha, acabamos incrustados de frente con otro vehículo. Estoy desvariando, sólo quiero decir que los británicos siempre van al revés, o tal vez seamos nosotros los que no pillamos una. Ahora ya tengo dudas y no sé que hacer con los libros de Sherlock, mi héroe, por dios que tío tan listo. No se le pasaba una. Del detalle más estúpido llegaba a una solución de lo más sólida.

Desgraciadamente no hay muchos Sherlock, más bien son los menos, porque - como decía Bertrand Rusell - gran parte de las dificultades por las que atraviesa el mundo se deben a que los ignorantes están completamente seguros, y los inteligentes llenos de dudas.

¿Qué pensaría Sherlock del Brexit? ¿De la globalización? ¿Del Premio Nobel de Literatura concedido a Bob Dylan? ¿Qué tipo de razonamiento deductivo hubiera generado su cerebro para explicar tan sorprendente hecho? 

Creo que los ingleses, tienen algo que nadie ha logrado comprender, pero que ha estado ahí, hasta - tal vez - ahora. Por ello encandilan con sus usos y costumbres. Lo pensaba el otro día cuando visitaba la exposición sobre Expresionismo Abstracto en la Royal Academy of Arts, un lugar en el que no hay nada, ninguna colección propia, pero que atrae a millones de visitantes usurpando las ideas y obras de arte de los demás. De una forma tan sutil y encantadora que flotas entre susurros en inglés y gentlemans de manual que te hacen sentir protagonista de una aventura victoriana en toda regla. Y eso sin que nos demos cuenta, ocultando en el folleto de la exposición que gran parte del bagaje de Rothko, De Kooning o Gorky, había tomado forma lejos del mundo anglosajón. Resaltando como indiscutible para su éxito el dinero y el apoyo de mecenas estadounidenses. No es lo que arrastra el ser humano lo que importa, es lo que el dinero puede aportarle. La clave de la hipocresía protestante. 




Digo que tal vez esté cambiando, porque ahora ya no quieren usurpar ideas, ni extender su influencia por el mundo, ahora sólo quieren mirarse el ombligo, de ahí el Brexit. Y eso es grave, porque el mundo que conocemos se basa en el dominio de la influencia inglesa, por si alguien no se había dado cuenta. Que no es malo, ni bueno, ni nada. Ni merece análisis alguno. Simplemente es así. En el que no importa que no haya sustrato alguno, o que el sustrato importante provenga de otros mundos, ya se encargarán ellos de transformarlo, o quizás ya no.

Id a Londres en otoño, o en invierno, o siempre.

M.







viernes, 11 de noviembre de 2016

Estudio sociológico a gran escala. El Rastro de Madrid.

Algún día tenía que ser. He grabado en mi mente cientos de lugares dispersos por el mundo, y hoy, paseando por el Rastro de Madrid, he caído en la cuenta que jamás me he puesto a recopilar ideas de un lugar tan peculiar y descriptivo de la vida castiza. 

Martes 1 de Noviembre, día festivo en el que hay Rastro. Excelente ocasión para pasear porque no mucha gente sabe que los días no laborables hay actividad allí. Sol, buen tiempo y espíritu esencialmente castellano. Yo – lo confieso – me siento como pez en el agua en estas ocasiones. Mi elemento, mi esencia y mis cinco sentidos están felices y contentos. Lo tengo todo. 

El Rastro es uno de los mercadillos callejeros más conocidos del mundo. Hay otros singulares, no lo dudo, pero lo que se encuentra alrededor de la calle Rivera de Curtidores no puede verse en ningún lugar del planeta. Segura estoy al 100%.



Observemos, pensemos en los lugares de moda, en las recomendaciones de los blogs, en las tendencias singulares que nos sugieren aquí y allá. Lugares de diseño, decorados originales, lugares accesibles, coches, gente guapa, mundos irreales… Eso NO es el Rastro, en realidad es todo lo contrario. Es la manifestación espontánea de la historia de una ciudad castellana, sumida en una mezcla de riqueza cultural y miseria pecuniaria. El Rastro ha evolucionado desde su creación casi clandestina en el siglo XVIII como le ha parecido bien y le ha dado la gana. Aquí – creo yo – está la clave de su encanto. Hasta los entes etéreos y multiculturales tienen más enjundia cuando crecen y se reproducen como mejor les parece. No puedes someter a un castellano a un lugar tan poco nuestro como Carrefour, o un centro comercial en medio de la nada. Nosotros no somos eso, no hemos creado eso. Nosotros mientras dominábamos el mundo, dejábamos que la gente se rebozara en la pobreza. Y en esa idea de la miseria compartida, nació el Madrid castizo. La historia de nosotros mismos está dentro de las calles, cuestas y callejones de este mercado al aire libre. 

Tres detalles, tres momentos describiré. Tres microbios dentro de un órgano lleno de vida.

Hay un Madrid que yo recuerdo, el que estaba plagado de encanto y familiaridad, ahora ya difuminados entre la sofisticación y la globalización. De esa capital lejana, quedan en mi memoria las barras de bar de acero inoxidable, con unos mostradorcillos de cristal donde se exhibían restos de comida resecos tales como boquerones en vinagre, ensaladilla rusa, aceitunas y productos varios que las tapas de diseño, el guacamole y el sushi han enterrado y llenado de oprobio. Renovarse o morir.

De esos lugares con ensaladilla rusa está lleno el Rastro, como un reducto del pasado que se niega a desaparecer, que sigue ahí, que levanta la mano y se retuerce entre los vapores del progreso para no caer en el olvido. 

Un ejemplo es el bar Santurce, las mejores sardinas de Madrid, que tal vez no lo sean, pero que te importa un bledo tal cosa. Porque lo que sabe a gloria no son las sardinas, es el ambiente. La señora octogenaria que prepara los peces en la plancha, que sabe dios que tendrá pegado. Su hijo que – pese a su aspecto bobalicón – es un comercial de primera línea, simpático y despierto. Ambos constituyen un tándem irreductible. ¿Serían felices dirigiendo un restaurante de la Guía Michelín? No. Su vida es freír pez azul. Aquí está una de las primeras claves que os he comentado. No han tocado ni un clavo del negocio en decenios. Si lo hubieran hecho, todo se habría acabado en días. Moraleja facilona, no hay que renunciar a lo que uno es, la renovación no siempre se traduce en cambios radicales.

Segunda pista para degustar el Rastro, los caracoles que prepara Amadeo en la misma plaza de Cascorro. El sitio es estrecho y algo incómodo, pero si entráis hasta el fondo podréis conocer al mismísimo Amadeo, que ha superado los noventa años casi seguro, pero que está tan feliz vendiendo caracoles e incitándote a mojar pan en la salsa, con el maquiavélico fin de hacerte engordar mientras reflexionas que, de vez en cuando, la vida tiene momentos mágicos de los que no esperas nada, sólo su sencillez.

La calle de Rodas y la plaza del General Vara del Rey constituyen la tercera clave. Quincalla pura a la vista. Individuos de tipo inclasificable que definitivamente no pueden vivir de la venta de lo que allí exponen. No cabe en la mente humana imaginar que, vendiendo libros extraños (no incunables), vajillas desvencijadas, tebeos que huelen a rayos, lámparas que si las enchufas morirás electrocutado, utensilios de cocina que no puedes usar porque te envenenarás, telas roídas, collares de plástico, muñecos que sólo tienen uso para rodar películas de terror serie B y otros objetos sin utilidad alguna, puede alguien realmente ganar para vivir. Otra de las claves de los castellanos, somos quijotes, no nos importa mostrar y regocijarnos en nuestra miseria. Tengo que pensar, por no deprimirme, que para nosotros la grandeza se esconce en otros matices. Porque la tenemos. Eso seguro.



Acabo ya con una frase que condensa todo, Madrid es lo más grande. Ahí queda eso. No hay ojos, ni oídos, ni manos para poder sentir con toda su fuerza el organismo vivo que se mueve cada día dentro de esta gran ciudad. Lástima que nadie se atreva a gritar y recordar su esencia rotundamente castellana.
¡Hala! A comer sardinas y caracoles.
M.

martes, 1 de noviembre de 2016

Turín y lo que la ciencia no ha podido explicar...

Esperando aplausos, vítores y felicitaciones por mi anterior artículo sobre Milán, me he llevado uno de los mayores chascos de mi vida. Me han dado por todas partes ¡Qué mal! ¡Pufg! Yo que pensaba que era una obra maestra, una pequeña parte de mí que había sido compartida con mis escasos seguidores y resulta que no, que es algo inconcluso, deslavazado y que te deja como en un precipicio, el final de una carretera que no te lleva a ninguna parte. Esto es el resumen – por abreviar todo lo que he tenido que soportar – de las críticas lacerantes recibidas.
Como me niego a caer en la pesadumbre y el desánimo, voy a intentar arreglar lo que he denominado ya como ‘el desaguisado milanés’. Por ello, empezaré diciendo que el precipicio en el que dejé a mis exiguos lectores es explicable. Resulta que el viaje al noroeste de Italia no acabó en Milán, continuó hacia Turín, y me pareció que alargar el texto para hablar de esta ciudad tendría dos efectos perniciosos. Primero, extender el artículo más de la cuenta. Segundo, desvirtuar y desenfocar lo mejor del viaje, la visita a la Catedral de San Juan Bautista de Turín, donde se custodia una de las reliquias más enigmáticas de la cristiandad, la Sábana Santa.



Para que no haya dudas, soy creyente. Siento que la fe es un privilegio, y que tenerla, lejos de convertirme en una fanática encerrada en dogmas, me hace más libre. No mejor persona, eso es absurdo, pero sí más libre.
Sin pretensión alguna, dedico tiempo a saber más sobre un hecho histórico, la Pasión de Jesús en Judea un siete de abril en torno al año 30 y todo lo que tal hecho acarreo después para la cultura e historia occidentales. Aventurarse en tales saberes es, creedme, apasionante. Y ahí, en medio de esta vorágine de hechos y de sentimientos, entre los avatares de mi vida y la de todos aquellos que, por una razón u otra, se han interesado por ella desde que aparece en la Historia, está la Síndone de Turín.

"Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres" (Jn 8, 32). 

Una parte de esa libertad es, para mí, conocer los cimientos de la inconmensurable aventura de la trascendencia hacia lo desconocido. Jesús, no lo olvidemos, era un tipo raro, que fue contracorriente, un vulgar charlatán, un judío de poca cultura, agitador del que se sabe poco o nada. A pesar de todo lo escrito, a pesar de todo lo andado, cada uno de nosotros, creyentes o no, albergamos una imagen de Él que se basa en una amalgama de sentimientos, lecturas, perjuicios culturales, mentiras, verdades, errores históricos, conocimientos, desconocimientos, irreverencia y respeto.
Pero ahí está la Síndone, y ¡atentos! Me importa un bledo si envolvió el cuerpo de Jesús o no - Esto sí que es una sorpresa, reconocedlo-. ¿Para qué fui entonces a Turín? Porque, sencillamente, creo que hay algo increíblemente perturbador e inexplicable en la tela y tengo la ABSOLUTA CERTEZA (con mayúsculas) de que ahí hay algo. No sé que es, la ciencia tampoco lo sabe, pero sea lo que sea, ese lienzo encierra algo relacionado con la figura de Cristo. Cuando entré en la Catedral y mi instinto me guió a la Capilla Real donde está custodiada, ya no tuve ninguna duda.
Creer es todo un reto, un camino lleno de escollos. Llegamos a Turín a las doce de la mañana en pleno mes de agosto, con un calor de justicia y con el propósito de andar hasta la Catedral. Bajón y desazón cuando nos comunicaron en el puesto de información para turistas incautos, que estaba cerrada hasta las tres. El calor no era calor, era fuego. Pero la fe mueve montañas, así que tras ingerir unas cervecitas – que también mueven lo suyo- y reponer fuerzas, pusimos rumbo al objetivo de la misión. Y… ¡atención! Eran las dos de la tarde y la Catedral estaba abierta y vacía.
Esa fue la primera sorpresa, la segunda es que la Catedral es sencilla y acogedora. La tercera y más importante, es que, para llegar a la Capilla Real, sólo debe guiarte el instinto y la fe, porque no hay nada que indique que está ahí. Pero cuando te acercas a la urna y tienes el privilegio de disfrutar del momento en soledad, la sensación es sublime y desconcertante. El hombre ha hecho avances increíbles en todos los campos, pero no sabe qué misterio esconde un simple trozo de tela -Extenderme aquí haciendo un resumen de lo que se sabe o no se sabe, de lo esotérico o lo científico, me parece un sinsentido. Internet nos ilustra con todo tipo de perspectivas, y libros hay mil-.



Sí me gustaría acabar con un alegato a la búsqueda de lo absurdo, otra sorpresa inesperada, calificar la Sábana de absurda. A ver si logro explicarme. Desde que nacemos encauzan nuestras acciones hacia lo útil, lo cotidiano, lo que hace que tengamos una vida normal. En esa vida sin altibajos el hombre se cree Dios, porque sus logros prácticos no tienen límite. Pero lo que subyace en cada uno de nosotros es todo lo contrario, es la búsqueda de las cosas simples, de los conocimientos inútiles y absurdos que no van a ninguna parte. Y en ese saber está la esencia de lo infinito, de lo inexplicable. Desde ese lugar somos enanos, pero nuestro campo de acción no tiene fin y por ello la sensación de libertad da vértigo.
M.