miércoles, 18 de marzo de 2020

Lectura recomendada en tiempos de confinamiento.

Como estoy confinada en casa, sin salir desde hace días, amenazada por un virus letal que pulula por el aire, me dedico a leer y a pensar. También veo la televisión y hasta tonifico mis músculos siguiendo los consejos de una web. Intento no pensar el tiempo que tendré que estar encerrada conmigo misma, en casa, oyendo el silencio de una ciudad vacía. Alguna vez teníamos que someternos a una realidad extrema, nosotros, nietos de guerras y epidemias. Pensábamos que jamás nos iba a tocar, que la abundancia que emana de sabe dios dónde, era infinita y estable. Somos vulnerables y descerebrados.

Mi plan para el enclaustramiento indefinido se centra en releer El Quijote, con el reto de no buscar más de dos palabras en el diccionario por capítulo. Nada más comenzar, he tenido que refrescar el vocabulario...

En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lantejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres cuartas partes de su hacienda. El resto della concluían sayo de velarte, calzas de velludo para las fiestas, con sus pantuflos de lo mesmo, y los días de entresemana se honraba con su vellorí de lo más fino. Tenía en su casa una ama que pasaba de los cuarenta, y una sobrina que no llegaba a los veinte, y un mozo de campo y plaza, que así ensillaba el rocín como tomaba la podadera.


'Astillero' es un término en desuso que da a entender la dignidad o puesto que ocupa una persona en la sociedad, una 'adarga' es un escudo, 'velarte' es un paño negro, 'velludo' es terciopelo, 'vellorí' es una tela de lana sin teñir. Primer párrafo y ya estamos así. Como en anteriores ocasiones, avanzaré dando las palabras por entendidas en función del contexto.


Otro de mis objetivos es leer novela española del siglo XIX y XX, por eso de que paseo (bueno, dadas las circunstancias, paseaba) por las calles de Madrid con nombres de novelistas de los que no he leído ni un libro, virtud de los pésimos planes de estudio que hay en España. Y también por mi culpa, que debería haberlos leído por mi cuenta mucho antes. Para aquellos que tengáis e-book, podéis descargaros títulos como 'Los Pazos de Ulloa', 'Pepita Jiménez', 'La Gaviota'..., en la web del Proyecto Gutemberg. Es completamente legal, estas novelas ya no tienen derechos de autor.

También en la distancia he creado un grupo de lectura, ya lo tenía en la cabeza desde hace tiempo. Lo óptimo es quedar cada cierto tiempo en una cafetería u otro lugar de apariencia agradable y tranquila, con las ideas e inspiraciones varias que te haya provocado el libro en cuestión (literatura de la buena, claro). Ahora, en tiempos de enclaustramiento, lo tendremos que hacer vía Skype o cualquier otra plataforma. Nuestro primer objetivo será 'Trafalgar' de Benito Pérez Galdós



Este libro - el primero de los Episodios Nacionales - cumple todos los requisitos para hacer de prólogo de futuros hitos literarios:

- Es una novela corta, que para empezar un club literario, es recomendable.
- En 2020 se cumplen cien años de la muerte de Galdós, lo que ha abierto un encendido debate entre literatos sobre si fue o no el mejor novelista en español de todos los tiempos, e incluso si fue un buen novelista. Opiniones de todos los gustos he leído. Aquí - reconozco - soy muy parcial, me ciega la admiración. He desdeñado y maldecido a aquellos a los que Galdós les parece un escritor sobrevalorado.
- Aborda con sentido del humor, y cierta ironía, las miserias históricas que arrastra España, lo que encierra un cierto aire de grandeza atormentada y derrotista. Quijotesca sería el término.
- La moraleja de la novela - una de las muchas - es que la grandeza de las gestas individuales se pierde ante la incompetencia de aquellos que nos gobiernan. 

Nadie como Galdós ha retratado el siglo XIX español, nos desnudó en cuerpo y alma. Ninguno de sus detractores puede entender su gran gesta, no se trata de escribir bien, se trata de saber retratar y describir los comportamientos humanos, de lo más grandioso a lo más mezquino. Sin Galdós no podríamos entendernos como país y como cultura. 

Hay algo quijotesco y fatalista en nuestra forma de ser, con toques de genialidad. Pero nos falta rigor y capacidad de organización para trabajar. Vemos el beneficio inmediato, pero no el cataclismo futuro. Y - virtud de nuestro complejo de inferioridad - nuestros compañeros de viaje han cambiado a lo largo de los siglos, con funestas consecuencias. La Batalla de Trafalgar (1805) es muy ilustrativa a este respecto. Galdós, en el primero de los Episodios Nacionales, retrató con agudeza y minuciosidad cada uno de los males que nos habían aquejado, nos aquejaban y nos aquejarán, porque poco han cambiado nuestros planes estratégicos desde entonces.

Pensemos en el coronavirus, que nos tiene encerrados y atemorizados. ¿Cómo se gestiona la crisis en España? Pues no se gestiona. Seguimos los mismos patrones históricos que nos han llevado al desastre. Comportamientos altruistas y sensibileros, profesionales (sanitarios, proveedores de alimentos de primer necesidad, fuerzas de seguridad...) abandonados a su suerte y sin el apoyo eficaz del Estado (recordad lo de la falta de plan de estrategia). Gobernantes centrados en el beneficio y el efecto electoral a corto plazo, sin percatarse ni plantearse cómo será el horizonte económico a tres meses vista. Hermanamiento nefasto, en este caso con Italia. Estamos copiando lo que ellos han hecho, que no consiguen salir, pero no nos fijamos en China, por ejemplo, que ha controlado el virus. Miopía brutal y de catarsis.

Como podéis ver, Trafalgar no pierde frescura. Falta, claro está, la batalla naval, y los generales españoles haciendo el ridículo. Ahora se ha ampliado el espectro de ignorantes en el poder, y la estética es más variada. Pero el resultado es el mismo.

Como veis, aunque haya escritores que cuestionen la genialidad de Galdós, yo soy una rendida admiradora. Sería IMPOSIBLE citar un ejemplo de alguien tan perceptivo y con ese dominio de la palabra en la historia de la literatura en español.

Cada palabra, cada capítulo de Trafalgar, recrea con humor cada uno de nuestros puntos flacos. Leedla por favor, veréis como acabamos siempre, hundidos ante la miopía de los que nos mandan y aceptando nuestro destino trágico con humor y dejadez.

Aprovechad el tiempo y leed.
M.

sábado, 7 de marzo de 2020

Por fin hablaré de un libro...

He repasado mis últimos escritos y todos ellos versan sobre exposiciones (que no salen bien paradas) y experiencias estrafalarias en viajes y eventos varios. Parezco una loca que camina por el mundo buscando frikies. Tal vez lo sea, pero es que lo 'normal' me aburre mucho. Al estar secuestrada durante ocho horas diarias en un trabajo lleno de gente que habla de estupideces tales como atascos, hijos listísimos, política española, noticias sin fuelle que publica la prensa, etc., es comprensible que en mis momentos de esparcimiento, busque desesperadamente a personajes esperpénticos y con algo original. Prefiero a un frikie absurdo, que a un cotizante a la Seguridad Social que no discute las órdenes en una empresa que basa su avance imparable en la sumisión y la obdiencia. Hitler tuvo la guerra ganada hasta la Batalla de Stalingrado, con esta estrategia, adoctrinamiento machacante y no discusión de la órdenes que emanaban desde arriba. Fue muy ambicioso en su avance, si hubiese sido más modesto en sus objetivos, ahora mismo todos hablaríamos alemán, lo que sería espantoso por mil razones, la más obvia es que las generaciones siguientes a la de Hitler hubieran sido más devastadoras que él mismo. Es un hecho probado, que los tiranos engrendran sádicos imbuídos y aupados por la estética del poder. 

Aunque en mi experiencia personal, debo admitir que el mundo empresarial moderno sigue las máximas hitlerianas del propaganda y obediencia, con apabullante eficacia.

Admitámoslo, entre la incompetencia del sector público y el sectarismo del sector privado estamos creando un engendro de difícil manejo, una maremágnum esperpéntico y asustante.

En este caldo de cultivo extraño y enrarecido hay personas que voluntariamente toman otro rumbo. Unas se quedan quietas viendo como el mundo encalla una y otra vez en los mismos males; otras - como los protagonistas de 'Retorno a Brideshead' - deciden moverse, navegar a su manera, en busca de su estrategia particular para no verse involucrados en la deriva implacable del tiempo que les toca vivir.




Me siento completamente identificada con este segundo grupo, el de la novela de Evelyn Waugh, aunque nos separen cien años y muchas catarsis intermedias, propias y ajenas.

Ahora sabemos que el periodo que medió entre las dos guerras mundiales, fue una especie de ilusión de progreso. Las heridas que se creían cerradas, se abrieron con furia, soltando toda su podredumbre, devastando esperanzas y haciendo comprender - ya sin lugar a dudas - que no hay esperanza para los que gritan su desesperación, porque nadie les escucha.

No importa la religión, ni el comunismo, ni el fascismo, estos son - simplemente - accidentes superfluos, irrelevantes ante la enorme crueldad que puede albergar el ser humano. Son el cuerpo teórico que justifica la insensatez, la mediocridad y la ceguera. Huir es tan difícil que - sinceramente - no creo que nunca nadie lo haya conseguido, de una forma u otra, la maquinaria de la sinrazón acaba atrapándonos. Puede que los eremitas del desierto lo consiguieran, aunque lo dudo mucho.

Los protagonistas de esta novela, de clase acomodada, viven durante los años veinte del siglo XX una realidad tan fugaz, que les impide establecer bases sólidas para su futuro, por tres razones. La ya mencionada condición de 'outsiders', el estallido de la Segunda Guerra Mundial, y - por último - el problema social que siempre ha supuesto la existencia de católicos relevantes en aristocracia inglesa, y por extensión, en el resto de clases sociales. Es un tema que no logran resolver, con su pragmatismo y eficacia indudables. 

El gran prototipo que todo hombre (inglés) quisiera ser, el galán que toda mujer (de cualquier nacionalidad) hubiese querido conocer es Charles Ryder. Estudiante en Oxford, díscolo y verso suelto, capaz de crear sus propias reglas hasta donde parece más complicado. Conoce a Sebastian Flyte, un homosexual que ahora - cien años después - calificaríamos como 'una loca', que lo introduce en los locos años veinte, en las fiestas desenfrenadas y en su mundo familiar. Estos ven a Charles como a un verdadero amigo, el bote salvavidas que logrará, tarde o temprano, llevar a Sebastian a las orillas de la cordura. Nunca sucede así, porque Charles sigue la máxima de 'vive y deja vivir'.

El mayor hallazgo en la familia Flyte es Lady Julia. Alguien que no sabe qué papel juega en el microcosmos social en el que se desenvuelve. Católica convencida, pero crítica con la juventud que le obligaron a vivir, llena de dogmas y reglas. Evelyn Waugh, pese a ser católico él mismo, no puede escapar de esta imagen de ritos, supersticiones y sacramentos tan asentada en las mentes anglicanas y protestantes. 

Sorprende sin duda, Waugh fue un gran detractor del Concilio Vaticano II, atacando precisamente sus esfuerzos por introducir aire fresco en los ritos católicos. Determinados clichés están tan asentados en determinados grupos sociales que, al dar forma a un escrito, emana precisamente lo que la propaganda de siglos ha metido en sus cabezas, y no lo que realmente defienden. Reconozco que esto me dio que pensar, es un comportamiento sociológico interesantísimo.

Lady Julia y Charles se convierten en amantes, cuando ambos ya están casados y - en el caso de él - con dos hijos. Una historia que forma parte del plan de apartarse de las convecciones, de los estereotipos. Hay un toque de rebeldía que suple - creo - la falta de un amor verdaderamente enloquecido. Ambos, como rechazados por los demás y por sí mismos que son, no diferencian lo que es aventura de lo que es despecho. Y finalmente verán como, con el soplido del remordimiento, todo se derrumba. 

Años después de separase de Julia, Charles Ryder regresa a Brideshead, la mansión familiar de la familia Flyte, como capitán de un destacamento inglés, librando otra guerra ajena a él mismo, la Segunda Guerra Mundial. Es el momento de enfrentarse a la realidad, esa que todo verso suelto tiene que mirar a la cara tarde o temprano, para decidir qué quiere ser, un peón silencioso que se desenvuelve en una pantomima destructiva, o una oveja negra que será pisoteada con crueldad extrema.

Charles Ryder decide ser un peón. No es una rendición, es simplemente supervivencia. 

Si no lo habéis hecho, leed la novela. No está entre las cien mejores novelas de todos los tiempos, como dicen los ingleses, pero sí ocupa un lugar de honor entre los tratados de resistencia y los manuales de cómo espantar fantasmas, para acabar rindiéndote ante lo inútil de la lucha.
M.