viernes, 22 de febrero de 2019

Las papeleras, Teresa de Jesús y Balthus

Al ocupar demasiado tiempo en tareas absurdas, no puedo dar continuidad a mis sagas, como le ocurre a determinados novelistas, que dan forma a un personaje/trama y ya es un no parar de publicar libros. Los envidio, deben estar muy ociosos. Prometí seguir hablando compulsivamente del Museo del Prado, y no lo he hecho. Para poder volcar determinadas sensaciones, necesito una quietud y un sosiego del que no dispongo. Hay tardes que me siento a escribir y, cuando releeo lo tecleado, sólo encuentro basura de difícil digestión.

Hablando de basura, tengo que dar a conocer desde esta humildísima tribuna el agujero que nos arrolla, la inmundicia intelectual de la que somos víctima sin darnos cuenta. La idioticia reinante que nos fagocita hasta convertirnos en seres anodinos, ridículos y - por encima de todo - hipócritas. Recuerdo una época remota de absoluta felicidad cuando, al tirar un chicle a la papelera, lo lanzabas a un único cubito donde se mezclaba felizmente en un mestizaje multicolor con todo tipo de detritos orgánicos o plásticos. Nada era nocivo para el planeta, todos éramos hermanos en la inmundicia. Ahora, cuando vas a tirar algo, te encuentras con esto.... 



Y - como tienes tantísimo tiempo para dedicarlo a aquello que te aporta valor como persona - tienes que desperdiciar varios minutos leyendo los cartelitos para saber dónde tirar un pañuelo de papel. Como sea verano y te suden algo las manos, encima corres el riesgo de acabar infectado de salmonelosis o sabe dios. Eso sí, el aire que respiramos es más sano desde que tirar un papel se ha vuelto un infierno. ¿No lo notáis? ¡Vaya! Pues entonces es que vuestro cerebro aun tiene arreglo, acabaréis asistiendo al deshielo de los polos, pero con una gran salud mental... ¡Enhorabuena!

Mi consejo es que - cuando veáis estos carteles - tiréis lo que lleváis en la mano donde os de la gana, el planeta estará más contaminado y acabará explotando, pero al menos no os sentiréis como gilipollas. Esto es exactamente lo que hago yo. Un acto de rebeldía inocuo para la humanidad, pero muy beneficioso para mi ya mermada salud mental. Estando imbuida en este desasosiego existencial, yendo - como siempre - a contracorriente, asistí a una charla de Juan Manuel de Prada con motivo de la presentación de su nuevo libro 'Lucía en la noche', habló poco del libro y mucho del mundo que nos rodea, dándome la razón - sin él saberlo - en este tema en particular. Tal fue la empatía que sentía hacia él cuando terminó el evento, que tomé la resolución de leer un libro suyo. ¡Dicho y hecho! El elegido ha sido 'El castillo de Diamante', publicado en 2015. Aborda la disputa que tuvo lugar en 1567 entre Teresa de Jesús y la Princesa de Éboli, mezclando espiritualidad, ambición y envidia con pinceladas de historia. Una prosa fluida y culta digna de considerarse literatura de la buena. Con el objetivo último de ensalzar la figura de Teresa de Jesús, como una mujer adelantada a su tiempo, inteligente, perceptiva y cero mojigata.


Dos mujeres que quieren romper las ataduras de un mundo gobernado por hombres, cada una a su manera. Una no envidia nada, porque lo tiene todo siendo pobre. La otra lo envidia todo, porque posee más allá de lo imaginable. Pero la ambición no tiene límite, no importa el punto de partida. Teresa es feliz en su comunión con Dios, una comunión idealizada en forma de un castillo de diamante en su corazón. Se ríe de todo y de todos, y como sabe que la mayoría de los actos que presencia son estériles y ridículos, llega a un punto de inflexión, en el que hace lo que le da la gana, simulando una sumisión estudiada. Como yo, cuando tiro el detrito donde me da la gana, pero simulo ser una entusiasta de la lucha contra el cambio climático.

La Princesa se da cuenta, y quiere emularla. Envidia su pobreza, porque posee algo que ella nunca tendrá, la libertad de espíritu. Complicado, esta cualidad humana - si se posee - jamás está bien vista. Hay que serpentear por arroyos ya trazados. Pero Teresa no necesita nada, porque tiene plena comunicación con Dios, línea directa. Nosotros no podemos entenderlo, porque como ya he dicho en múltiples ocasiones, hemos arrancado de cuajo la espiritualidad en nuestras vidas. 

Os recomiendo, ya de paso, que leáis pasajes escritos por Teresa de Jesús, no encontraréis nada religioso, ni cerril, ni beatón. Sólo la experiencia de una mujer que pone al descubierto su corazón como subterfugio para entender su mundo y su experiencia con lo que no vemos, con lo trascendente. Su realidad del siglo XVI, el mundo tangible que vivió, no es muy diferente a la que vivimos ahora. Os lo aseguro. 

En un pasaje este libro, unos locos ermitaños que visten harapos y que consideran que la santidad se alcanza sufriendo todo tipo de martirios, sale a relucir el nombre de El Bosco, el pintor favorito de Felipe II, al que tachan de degenerado porque no pintaba escenas religiosas y en sus cuadros danzaban todo tipo de figurillas semidesnudas y muy viciosas. Escenas que con el paso de los siglos, y ya despojadas de su enseñanza moral, devienen en obras como las que Balthus pintó en el siglo XX, cuatro siglos después, y que también fueron tachadas de arte degenerado y pérfido, esta vez por los nazis y su idea del mundo ideal, ese que todos anhelamos encontrar pero que no acaba de llegar, ese que Teresa vio, ella sola, y que los demás que le rodeaban no alcanzaban ni a tocar con la punta de sus dedos.

Esto pensaba mientras paseaba por las salas del Museo Nacional Thyssen-Bornemisza en la inauguración de la exposición monográfica de este pintor franco-polaco de larga vida y profunda influencia, Balthasar Kłossowski de Rola, más conocido como Balthus. Saco a relucir este hecho por dos razones, la primera de ellas es que era un admirador rendido de El Bosco, la segunda porque me sirve para reflexionar sobre el arte y la trascendencia. O mejor dicho, cómo buscamos en el arte la trascendencia.


La calle (1933)
The Museum of Modern Art (Nueva York)

Os recomiendo la exposición, id a perderos entre el sumidero del siglo XX, triturador de genios y  creador de maestros que usaron el palco su opulencia para denunciar realidades nefandas que ellos ni se molestaron en cambiar. Es el caso de Balthus.

Que es un genio, no hay duda. No es un pintor que improvise, sus cuadros están estudiados hasta el más insignificante detalle, eso se ve en la ejecución geométrica y en las influencias claramente apreciables de artistas como Piero della Francesca, Francisco de Goya o Paul Cezanne. 'La Calle', el cuadro que muestro más arriba, es un claro ejemplo de rostros inspirados en el Quattrocento Italiano. Las figuras que fluyen en una especie de parón de la cámara, mostrando posturas imposibles pero sugerentes, fue una innovación suya.

Balthus, como toda persona que cree jugar un papel importante en el devenir de los tiempos, más si observa a sus coetáneos desde una privilegiada posición económica y una auto-atribuída superioridad intelectual, pecó de cierta soberbia en sus obras. Posteriormente fue encumbrado porque cumplía todos los atributos clave para ser idolatrado en el olimpo de los dioses del arte,  a saber, ser francés (o establecido en Francia) antes de 1945, rico, con ideología de izquierdas y con capacidad para escribir memorias sobre cómo cambiar todo, sin cambiar nada, desde un cómodo refugio, en el caso de Balthus, Suiza.

Todos los números de la lotería los tenía él. No hacía falta que se celebrase el sorteo. 

En pleno auge nacionalsocialista, se dedicó a pintar jovencitas en posturas comprometidas. No seré yo quien critique estos cuadros, me parecen una obra maestra, pero creo que optó por una ambigüedad estudiada y no exenta de provocación inane. 


Thérèse (1938)
The Metropolitan Museum of Art (Nueva York)

Estos cuadros, considerados arte degenerado por los nazis, cobran actualidad porque, con motivo de su paseo por el mundo, se ha abierto un debate al respecto, e incluso puritanos norteamericanos se plantean la posibilidad de no exhibir las obras en los museos patrios. Tengo ya la absoluta certeza que alguno de estos iluminados censores inventaron las papeleras multiuso con bolsitas de colores. La consecuencia de todo lo anterior, es que ya no sé dónde está la trascendencia en el arte, está tan contaminado de ideas, las del propio pintor, las de sus críticos y mecenas, las de los poderes fácticos que mueven voluntades y nos obligan a usar papeleras multicolores, que no sé si lo que me conmueve es realmente conmovedor o mis sentimientos son una mezcla de la perjuicios y flashes inconexos producto de lo que me abduce sin querer o incluso queriendo. 

Tal vez tenga razón Teresa, y haya que buscar en los pucheros o en la propia simpleza de las cosas para construir un castillo de diamante y así entender temas tales como el arte degenerado, las papeleras multifunción-salvaplanetas y otros cientos de enigmas que tras siglos de progreso, no hemos sido capaces de descifrar.

Leed mucho e id a ver la exposición de Balthus.
M.

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