Soy una de las mayores expertas en el conocimiento de noticias absurdas. Mis conversaciones oscilan entre sesudos análisis de libros infumables, cuadros ininteligibles y noticias de deshecho de la prensa. Mezcolanza absurda, vamos. Accedo al periódico y a toda prisa agarro el ratón e ignoro todas las reseñas sobre España y el mundo, leyendo directamente artículos tales como: 'Cosas que nunca supiste sobre las ensaladillas que tienen salmonelosis', 'Cómo hacer que tu jefe sea devorado por una pitón birmana sin que tenga que desplazarse allí'... 'Los asesinatos del Lobo Feroz' y tranquilamente me entretengo en estas cosas, tan feliz.
Si en alguna ocasión tengo fuerzas para leer otra cosa, entonces me pongo a llorar desconsoladamente. Lo que está sucediendo en España no es para menos. Y lo peor de todo es que lo que hagamos, digamos o gritemos, no va a servir para nada. Todo está pensado de antemano. Ahora sólo resta subirse al carro de la desesperación, el carro de la mentira y del odio. Y entonces llorar sin parar.
Es complicado para una persona (como yo) criada en la Castilla profunda, en una provincia pobre a rabiar, donde - hasta hace no mucho - no había ni cine, imaginarse de qué forma y manera hemos robado nosotros a Cataluña. ¿Qué hemos hecho para que nos insulten así? Día tras día, durante años, lustros, minuto a minuto, sin defensa. ¿Qué pecado mortal hemos cometido? ¿Tendrá que ver con los asesinatos del Lobo Feroz? A ver si va a ser esto. Toda nuestra vida escuchando la cantinela del victimismo, de la mentira teñida de absurdo, pronunciada con ese castellano mal hablado y peor escrito que llenan de oprobio. No somos estúpidos, hemos dominado el mundo, sólo que por descuido y generosidad nos hemos dejado despojar de nuestra dignidad. Y eso es quizás lo que ya jamás recuperaremos.
En qué momento me he perdido, en qué momento comencé a ver la realidad completamente distorsionada. ¿Cuando tomé ensaladilla contaminada con salmonela? ¿Cuando en pleno invierno en clase de gimnasia, nos helábamos de frío tirando pelotas a una cancha oxidada, mientras en Barcelona construían alucinantes instalaciones para sus olimpiadas? Ahora que reflexiono, debió ser en este instante. Lo de la ensaladilla no tiene que ver. Y los crímenes del Lobo Feroz tampoco, este pobre animal perseguía a Caperucita Roja. Aunque parece ser que en el Centro de Madrid había un establecimiento de este nombre. Un negocio floreciente que se nutría (en el pasado, porque ha cambiado su denominación social) con el dinero de los catalanes. Se lo robaban mediante otra sociedad que se llamaba 'El Caco Español SL', esta última sigue en activo y con pingues ganancias. Porque la dirige un loro, que repite sin parar 'España nos roba' 'España nos roba', y así lo cuentan al mundo, que se queda frito cuando ve y oye tanto tontuno. Como yo, que ya desvarío porque de otra forma el llanto me acecha sin remedio. Y así desde que nací. Escuchando mientes y esperpentos varios.
Por cierto, 'El Caco Español SL' es una genialidad de Eduardo Mendoza.
Continuando con la sinrazón, vamos a hablar de un libro, en este caso, cargado de razón. Al hilo de lo que vivimos en el 2017, pero contado hace casi cien años, en 1918, justo al acabar la Primera Guerra Mundial. "Los Políglotas" de William Gerhardie.
Había visto el libro decenas de veces en librerías, siempre con la corazonada de que me iba a gustar, al leer la sinopsis ya intuí que tenía todos los elementos necesarios para que me chiflara. A saber, narrador 'friky', con experiencias vitales extrañas y fuera de la normalidad social, inglés, con mundo y con sentido del humor. Ambientado en una época de esperanza, donde los hombres creían sus mentiras, que el mundo sería mejor, que no habría más guerras y que el progreso - a partir de entonces - no tendría fin. Ocurrió todo lo contrario. Pero con ese mundo alborotado y chiflado, Gerhardie consigue ambientar e ilustrar su propio entorno, su mundo. Para ello tiene increíbles dotes y lleva en las alforjas un apellido chillón (Diabologh), una familia esparcida por el mundo, un abuelo que hizo fortuna en la Rusia zarista y cuyos descendientes vieron como su fortuna se convertía en fajos de billetes que no valían nada, unos parientes que viven del aire y con los que inicia una aventura llena de melancolía, tristeza y - a la vez - llena de optimismo, pero sobre todo lleva en su alforja su individualidad y su nula capacidad para el desaliento en tiempos de ciudades sin naciones, de ejércitos sin generales y de revoluciones sangrientas e innecesarias.
¿No os resulta espantosamente similar a lo que vivimos ahora? A mi si.
Charles Diabologh es el mismo Gerhardie. Su vida es esa, la de un políglota, educado en Rusia, con nacionalidades difusas, pero que finalmente acaba de oficial en el ejército inglés durante la Primera Guerra Mundial. Al finalizar la ) contienda, y puesto que los avatares de los burócratas lo llevan a Japón, decide visitar a su tía carnal, Teresa, y a su esperpéntica familia belga, los Vanderflint. Irremediablemente se enamorará de su prima Sylvia. Pero no esperéis encontrar un amor de novela, es todo lo contrario, es un amor tejido a base de realismo y búsqueda de afectos sutiles. Sylvia es todo lo contrario a Charles, es bastante simple y superficial, pero eso no importa. Se trata sólo de vivir, o más bien de sobrevivir.
¿Cómo se sobrevive en tiempos de fronteras de chicle defendidas por payasos patéticos? Fácil, fingiendo que eres igual de idiota que los que mandan en el circo que te rodea. Recorres media Asia en busca de unas gorras que no sirven para nada, te haces amigo de un general del Ejército Blanco afincado en Harbin que no sabe qué será de su vida, ni qué lugar ocupa en su ejército, ni en el propio mundo en el que vive. Observas con indiferencia como tu tío - antes un poderoso hombre de negocios - entrega propinas de millones de rublos que no valen nada por simple diversión.
Finalmente, cuando el disparate en Asia amenaza con matarte de hambre, cruzas el mundo, y regresas a Europa. El periplo en barco estará protagonizado por desertores, patriotas, marinos duros, niños inocentes que mueren y por el total estupor indiferente del propio Charles Diabologh.
Podríamos juzgarlo, sí, como juzgamos de forma banal a todos los grandes genios, pero no llegaríamos a ninguna conclusión. Solemos calificar de gafes, necios y tristes a los que calibran al universo con sorna, y creen que la suma de sandeces constituye un conglomerado de aprendizaje de lo ridículo muy enriquecedor en sí mismo. Si eres políglota, la visión panorámica es colosal. Pero la realidad es otra, y se resume en tres puntos:
(1) Gente así, no abunda.
(2) Si existe, es raro que use su sarcasmo para escribir un libro como "Los Políglotas"
(3) Lo normal es que genere un cerebro de gallina, y en vez de explotar las ventajas del cosmopolitismo, se transforma en un ser patético y absurdo.
Y así nos va...
Leed mucho.
M.
Continuando con la sinrazón, vamos a hablar de un libro, en este caso, cargado de razón. Al hilo de lo que vivimos en el 2017, pero contado hace casi cien años, en 1918, justo al acabar la Primera Guerra Mundial. "Los Políglotas" de William Gerhardie.
Había visto el libro decenas de veces en librerías, siempre con la corazonada de que me iba a gustar, al leer la sinopsis ya intuí que tenía todos los elementos necesarios para que me chiflara. A saber, narrador 'friky', con experiencias vitales extrañas y fuera de la normalidad social, inglés, con mundo y con sentido del humor. Ambientado en una época de esperanza, donde los hombres creían sus mentiras, que el mundo sería mejor, que no habría más guerras y que el progreso - a partir de entonces - no tendría fin. Ocurrió todo lo contrario. Pero con ese mundo alborotado y chiflado, Gerhardie consigue ambientar e ilustrar su propio entorno, su mundo. Para ello tiene increíbles dotes y lleva en las alforjas un apellido chillón (Diabologh), una familia esparcida por el mundo, un abuelo que hizo fortuna en la Rusia zarista y cuyos descendientes vieron como su fortuna se convertía en fajos de billetes que no valían nada, unos parientes que viven del aire y con los que inicia una aventura llena de melancolía, tristeza y - a la vez - llena de optimismo, pero sobre todo lleva en su alforja su individualidad y su nula capacidad para el desaliento en tiempos de ciudades sin naciones, de ejércitos sin generales y de revoluciones sangrientas e innecesarias.
¿No os resulta espantosamente similar a lo que vivimos ahora? A mi si.
Charles Diabologh es el mismo Gerhardie. Su vida es esa, la de un políglota, educado en Rusia, con nacionalidades difusas, pero que finalmente acaba de oficial en el ejército inglés durante la Primera Guerra Mundial. Al finalizar la ) contienda, y puesto que los avatares de los burócratas lo llevan a Japón, decide visitar a su tía carnal, Teresa, y a su esperpéntica familia belga, los Vanderflint. Irremediablemente se enamorará de su prima Sylvia. Pero no esperéis encontrar un amor de novela, es todo lo contrario, es un amor tejido a base de realismo y búsqueda de afectos sutiles. Sylvia es todo lo contrario a Charles, es bastante simple y superficial, pero eso no importa. Se trata sólo de vivir, o más bien de sobrevivir.
¿Cómo se sobrevive en tiempos de fronteras de chicle defendidas por payasos patéticos? Fácil, fingiendo que eres igual de idiota que los que mandan en el circo que te rodea. Recorres media Asia en busca de unas gorras que no sirven para nada, te haces amigo de un general del Ejército Blanco afincado en Harbin que no sabe qué será de su vida, ni qué lugar ocupa en su ejército, ni en el propio mundo en el que vive. Observas con indiferencia como tu tío - antes un poderoso hombre de negocios - entrega propinas de millones de rublos que no valen nada por simple diversión.
Finalmente, cuando el disparate en Asia amenaza con matarte de hambre, cruzas el mundo, y regresas a Europa. El periplo en barco estará protagonizado por desertores, patriotas, marinos duros, niños inocentes que mueren y por el total estupor indiferente del propio Charles Diabologh.
Podríamos juzgarlo, sí, como juzgamos de forma banal a todos los grandes genios, pero no llegaríamos a ninguna conclusión. Solemos calificar de gafes, necios y tristes a los que calibran al universo con sorna, y creen que la suma de sandeces constituye un conglomerado de aprendizaje de lo ridículo muy enriquecedor en sí mismo. Si eres políglota, la visión panorámica es colosal. Pero la realidad es otra, y se resume en tres puntos:
(1) Gente así, no abunda.
(2) Si existe, es raro que use su sarcasmo para escribir un libro como "Los Políglotas"
(3) Lo normal es que genere un cerebro de gallina, y en vez de explotar las ventajas del cosmopolitismo, se transforma en un ser patético y absurdo.
Y así nos va...
Leed mucho.
M.
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