domingo, 4 de junio de 2017

Castilla y los castellanos. Bueno, lo que queda de ellos.

Lo mejor para aprovechar unos pocos días festivos, es dar una vueltecita por algún rincón de España. Estamos tan acostumbrados a ser bombardeados con paquetes de viajes exóticos, que ir a La Rioja parece algo pobretón y sin glamour. Nada más lejos de la realidad. España - con sus consabidos defectos - es sin embargo un país excelente para perderse en la bruma del tiempo. ¡ATENTOS! Voy a hablar de las "Ferias Medievales" y no van a salir bien paradas, lo digo porque si hay algún entusiasta del tema debe abandonar la lectura de este espacio en este mismo momento (Right now! = Como dirían los ingleses).

Para aquellos que no hubieran nacido haré una pequeña introducción/esquema de mis pensamientos. Tras la muerte del dictador Franco en 1975 y la llegada de la Democracia, hubo un entusiasta movimiento para crear un Estado Federal de Comunidades Autónomas. Recuperando nacionalidades históricas mientras aniquilaban a la única región que era verdaderamente histórica, Castilla. El poderosísimo Reino Medieval Castellano, creador de una lengua universal, que era temido y respetado en todo el mundo fue anexionando durante siglos a otros condados, reinos y tierras fronterizas, perdiendo su grandeza e identidad. Hasta acabar en el siglo XX fagocitado por desagradecidos. Tanto empeño se puso en ello que - ahora mismo - pocas personas dirían que se sienten CASTELLANAS. Pero no porque sea políticamente incorrecto, es porque directamente no saben, por ejemplo, que gracias a la lana de Castilla, a las alianzas matrimoniales de sus monarcas, al trigo, a la potente actividad intelectual que se desarrolló en sus monasterios y a la propia esencia castellana de austeridad y templanza, ya en el siglo XIV, su mediación y su favor fueron claves para el desenlace de la "Guerra de los Cien Años". Volveré a esta Guerra.

Con este planteamiento y por comenzar desde el principio (bueno, esto es lo habitual) nos situamos en el Monasterio de San Millán de Yuso, cuna del castellano y del vascuence. Pues bien, un monje allá por el año mil, hizo unas anotaciones al margen de las Cronicas Emilianenses, un truño de libro. Tanto se debía aburrir el pobre y tan lejano debía parecerle el latín, que por su cuenta y riesgo decidió traducir cuatro frases al castellano de entonces. Una temeridad, porque la producción de los libros no era como ahora. Un libro era algo exótico, escaso e incomensurablemente caro. Las abadías medían su riqueza (¡cuánto daño han hecho las películas!) por la cantidad de libros que poseían, no por los oros y los altares. A la imprenta le quedaban quinientos años para ser inventada, y fabricar un libro era un trabajo de años. Este monje era un visionario y un tipo arrojado, no cabe duda. Bien, pues desde este momento, ya lo del castellano fue un no parar. Otro trolón que nos han contado, bueno dos mentiras de las gordas, una que los frailes eran unos tipos gordos que sólo pensaban en comer, en robar y en fornicar con aldeanas, alguno habría, no digo que no. Pero, a falta de un modelo de social mejor y gracias a ellos, se pudo recopilar y conservar todo el saber de la antigüedad. La vida monástica medieval fue totalmente enriquecedora y potentísima intelectualmente. Además se producían milagros sin parar. Ahora nada de nada. ¡Una lástima! 

La segunda de las mentiras, igualar el castellano a otras lenguas peninsulares. Esto es un disparate como una catedral. La evolución de un idioma se mide por la cantidad de literatura que produce y por el uso que hacen de él los pensadores cuyas enseñanzas perduran en el tiempo. Es obvio que el Latín es una lengua muerta, pero gran parte de todo lo que sabemos, de nuestro modo de vida, de pensar, de concebir el Estado, etc., se debe a textos escritos en esta lengua. Por eso sigue teniendo su impronta. Al castellano, llegado un momento y gracias a la expansión del Reino de Castilla, le ocurrió un poco eso. La Península necesitaba una lengua franca y el castellano, que era usado ya con cierta frecuencia por los que sabían leer y escribir (los monjes) fue el que se impuso. Pero no por la fuerza, a la gente le importaba un bledo estas cosas. El 90% de la población era analfabeta y no salía de la puerta de su aldea en toda su vida. ¿Qué más daba que los documentos oficiales, los tratados, los fueros, los mandatos de los reyes etc., fueran escritos en castellano? Nadie sabía leerlos, ni los propios reyes en muchos casos.
El golpe de suerte fue el Descubrimiento de América. Pero para entonces el castellano ya se había impuesto como una evolución del latín vulgar en toda la península, al menos como lengua franca.

En esa maravillosa lengua se expresaba Pedro I de Castilla, y tras sus huellas fuimos. Nos encontramos con él en Nájera, bueno, nos dimos de bruces con el olvido, con la nada, con el esperpento humano. La Feria Medieval. ¡Dios mío que asco! Siento expresarme así, pero no encuentro otra forma. 

Durante la Edad Media, dado que las comunicaciones era muy malas y uno se movía a pie por los caminos, se decidió de forma tácita reunirse periódicamente a intercambiar mercancías en un lugar determinado. Pero ese intercambio era de algo específico. No había bares, ni había grandes jolgorios con fuego, bufones etc., esto es un invento de Hollywood que no tiene ni pies ni cabeza. En concreto Castilla era una potencia mundial en lana y paños. Por eso cada cierto tiempo se celebraban ferias en ciudades como Medina del Campo, Lerma o la ya citada Nájera. El dinero del comercio lanar y la producción de barcos encumbraron a Castilla como una potencia marítima de primer orden. Cuando Inglaterra y Francia se enfrascaron el la Guerra de los Cien Años, necesitaban desesperadamente poner a los castellanos de su lado, porque eran los únicos que tenían la llave de los mares conocidos, además de ser un estado poderoso y con una gran riqueza acumulada.

Y por ello en Nájera (La Rioja) tuvo lugar hace 650 años una batalla clave para la historia de Europa y Castilla. Se enfrentaron los ejércitos de Pedro I, apoyados por Inglaterra y su Príncipe Negro, contra Enrique II de Trastamara, quien tenía detrás a la nobleza castellana, a algunos nobles franceses y a su lugarteniente Beltrán Duguesclín. Sólo leyendo este párrafo sientes volar la imaginación. Al menos a mí me pasa. Me siento totalmente identificada con ese ideal caballeresco. Visualizo novelas de caballería, grandes ideales, amores rotos, alianzas, fe en Dios, gestas y luchas. Por encima de todo nobles henchidos de un ideal que les superaba, esos lazos feudales que no eran una memez, eran una forma de protección en una sociedad llena de peligros. Donde los reyes no se enamoraban, sino que fijaban alianzas para fortalecer sus reinos por vía del matrimonio. Eso era Castilla, y de eso no queda nada. Porque - de forma consciente - nos han despojado de nuestro sustrato vital.

Donde tuvo lugar la Batalla de Nájera hay ahora un polígono industrial horrendo. Manifestación del olvido, de la devastación y del consciente esfuerzo por sepultar una historia que marcó el curso de cada una de nuestras vidas.

La Batalla fue ganada por Pedro I el Cruel, pero de poco le sirvió porque años después moriría a manos de su hermano, Enrique de Trastamara.  Éste dio comienzo a una dinastía de reyes variopintos, pero profundamente castellanos. De verdad, no hay nada más interesante que la historia medieval de la Península Ibérica.

Pasado el tiempo, los siglos y los avatares de épocas convulsas (que nada tienen que ver con las inclasificables ferias medievales de la actualidad), Isabel la Católica, la última de los Trastamara, decidió sellar una poderosa alianza con el Emperador del Sacro Imperio, Maximiliano I. Para ello se acordó el matrimonio entre Juana de Castilla (conocida como 'la loca') y Felipe de Habsburgo ('el hermoso'). Isabel no era una tipa que olía mal, azote de moros y judíos debido a su incultura. Otra miente. Era refinada y profundamente culta. Baste decir que gobernó entre hombres y no le tembló el pulso, en una época en la que las mujeres no pintaban nada. Aprovechando que vendrían emisarios de la Corte Imperial, solicitó la presencia en Castilla de pintores y eruditos varios, entre los que se encontraba Juan de Flandes.




Llegó a Castilla (su primer encuentro con la Reina fue en Medina del Campo) en 1496, a partir de ese momento se mimetizó entre castillos porque nada se sabe de su vida, excepto que fue un pintor minucioso e influyente y se dejó llevar por su arte y su perspectiva. Asistió a la gestación de un nuevo mundo. El fin de la época medieval, el fin de las gestas entre nobles castellanos encerrados en sus castillos de piedra, el fin de un mundo hermético pero próspero en busca de nuevos socios peninsulares que le arrancarían su alma. Y así, pasando por Nájera, por Medina del Campo, por El Monasterio de San Millán de Yuso, en profundo silencio me planto frente al cuadro de 'La Crucifixión' de Juan de Flandes, actualmente en el Museo del Prado, y - como suele sucederme - comienzo a asociar todas estas ideas. 

El cuadro, maravilloso y minucioso, digna manifestación del mejor arte venido de Flandes, es ante todo el retrato de un mundo olvidado, lleno de símbolos que nadie se molesta ya en leer. 

M. 



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