martes, 17 de enero de 2017

Pickwick y la electrizante candidez.

Hace meses, diría años, que no leo un solo periódico. 
Hace meses, diría lustros, que no comprendo ni uno solo de los informes que se publican con datos macroeconómicos, cifras y otros análisis más o menos sesudos sobre híbridos financieros que se colocan a incautos para seguir moviendo la rueda de un sistema financiero agónico, que se hace trampas a sí mismo.
Hace meses, diría décadas, que me negué a entender la realidad, porque no quiero comprender nada de este mundo. 
Así de sencillo.
Creo que la felicidad es precisamente llegar a ser capaz de rechazar todo aquello que juzgas nocivo para tu cerebro y - cuando no lo consigues - lograr que los ataques no te afecten lo más mínimo. De otra forma estás, LITERALMENTE, perdido. Sólo te queda caer en la desesperación.
Por eso recomiendo leer y leer, viajar y observar. Creando así un mundo paralelo.
Cuando a Eduardo Mendoza le preguntaron qué le hubiese gustado escribir, no lo dudó... "Alguna de las novelas de Charles Dickens". Entendí que con esa afirmación quería - además de ensalzarlo - poner a Dickens dentro de los creadores de denuncia sutil, de los fabricantes de mundos ficticios que muestran lo crudo de una humanidad deshumanizada y llena de dogmas absurdos que nos obligan a buscar otras salidas, otras miradas, otra felicidad.
Al hilo de esta búsqueda escribía Leopoldo Abadía en su blog algo tan simple como que la ilusión es para quien la trabaja. Estamos tan acostumbrados al Estado de Bienestar, que el entretenimiento y la felicidad tienen que crearla otros, poner nuestro nombre y darnos el paquete de la ilusión, hecho a medida, sin gastar nosotros una neurona.
Creo que ahí está una de las claves de la crispación en la que vivimos, poca gente crea su propia ilusión. Por irreal y absurda que pueda parecer, seguro que es mejor que la tonta e irrelevante marea que nos arrastra.

Con este estado mental, me decidí a adquirir y leer "Los papeles Póstumos del Club Pickwick", del ya mencionado Dickens. Su primera novela por entregas (algo muy común en la época), cuyo primer capítulo fue publicado en 1836. Con más influencias del Quijote de las que los ingleses jamás hayan admitido, cuenta las aventuras de Samuel Pickwick, creador del club que lleva su nombre, y de sus tres amigos, Nathaniel Winkle, Augustus Snodgrass y Tracy Tupman. Los cuatro, se lanzan al mundo en busca de aventuras sin pies ni cabeza, intentando anotar y documentar todo aquello de original y relevante tiene el el mundo de la Inglaterra Victoriana. La realidad es otra, y ni ellos mismos parecen darse cuenta. En su electrizante y adictiva candidez, les dan por todos lados (como al pobre Quijote), viéndose envueltos en aventuras esperpénticas que ni tan siquiera son capaces de interpretar desde su inexperta visión del mundo, pero que a Dickens le sirven para destapar de forma sutil todos los males de un modelo social que él había sufrido en sus propias carnes y que era - al igual que el nuestro - un compendio de miseria, sufrimiento, hipocresía, mojigaterismo, falsa piedad y lucha pura y simple por la supervivencia.





A modo de Sancho Panza dibuja al criado de Pickwick, Sam Weller. El pobre muchas veces no sabe hacia donde tirar y acaba contagiándose de la bondad del cuarteto, porque... ¡gracias a Dios! La bondad es contagiosa. O tal vez innata, esto no queda muy claro, porque en el mundo real tampoco podemos llegar a una solución inapelable.
Todo en este libro es tan inglés, tan prosaico, tan divertido, tan mordaz, tan victoriano. Tan... cruel y tierno al mismo tiempo.
Pensando en Pickwick, y en todo lo genuinamente británico, imbuida de esencias londinenses, un día navideño me levanté con la triste noticia de la muerte de George Michael y claro, como tenía el libro en la cabeza, no pude evitar asociar términos. Profundizando en la vida del cantante, he sabido que era una persona generosa y altruista, a la que el mundo de la farandula hizo pedazos. ¡Me gustaba tanto George Michael! Y estos días, al leer muchos detalles de su vida, reflexionaba sobre la grandilocuencia de la generosidad. La ilusión en paquetes gigantes creada a medida como un bluf, esa que nos muestran las grandes personalidades enfundadas en trajes millonarios. 
Para buscar la verdadera luz, la ilusión simple y espontánea, tengo que viajar con Pickwick a la Inglaterra victoriana mientras recuerdo lo feliz que era escuchando a George Michael. Sí, es verdad, a veces somos tan felices que no nos damos ni cuenta.
M.


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