viernes, 11 de noviembre de 2016

Estudio sociológico a gran escala. El Rastro de Madrid.

Algún día tenía que ser. He grabado en mi mente cientos de lugares dispersos por el mundo, y hoy, paseando por el Rastro de Madrid, he caído en la cuenta que jamás me he puesto a recopilar ideas de un lugar tan peculiar y descriptivo de la vida castiza. 

Martes 1 de Noviembre, día festivo en el que hay Rastro. Excelente ocasión para pasear porque no mucha gente sabe que los días no laborables hay actividad allí. Sol, buen tiempo y espíritu esencialmente castellano. Yo – lo confieso – me siento como pez en el agua en estas ocasiones. Mi elemento, mi esencia y mis cinco sentidos están felices y contentos. Lo tengo todo. 

El Rastro es uno de los mercadillos callejeros más conocidos del mundo. Hay otros singulares, no lo dudo, pero lo que se encuentra alrededor de la calle Rivera de Curtidores no puede verse en ningún lugar del planeta. Segura estoy al 100%.



Observemos, pensemos en los lugares de moda, en las recomendaciones de los blogs, en las tendencias singulares que nos sugieren aquí y allá. Lugares de diseño, decorados originales, lugares accesibles, coches, gente guapa, mundos irreales… Eso NO es el Rastro, en realidad es todo lo contrario. Es la manifestación espontánea de la historia de una ciudad castellana, sumida en una mezcla de riqueza cultural y miseria pecuniaria. El Rastro ha evolucionado desde su creación casi clandestina en el siglo XVIII como le ha parecido bien y le ha dado la gana. Aquí – creo yo – está la clave de su encanto. Hasta los entes etéreos y multiculturales tienen más enjundia cuando crecen y se reproducen como mejor les parece. No puedes someter a un castellano a un lugar tan poco nuestro como Carrefour, o un centro comercial en medio de la nada. Nosotros no somos eso, no hemos creado eso. Nosotros mientras dominábamos el mundo, dejábamos que la gente se rebozara en la pobreza. Y en esa idea de la miseria compartida, nació el Madrid castizo. La historia de nosotros mismos está dentro de las calles, cuestas y callejones de este mercado al aire libre. 

Tres detalles, tres momentos describiré. Tres microbios dentro de un órgano lleno de vida.

Hay un Madrid que yo recuerdo, el que estaba plagado de encanto y familiaridad, ahora ya difuminados entre la sofisticación y la globalización. De esa capital lejana, quedan en mi memoria las barras de bar de acero inoxidable, con unos mostradorcillos de cristal donde se exhibían restos de comida resecos tales como boquerones en vinagre, ensaladilla rusa, aceitunas y productos varios que las tapas de diseño, el guacamole y el sushi han enterrado y llenado de oprobio. Renovarse o morir.

De esos lugares con ensaladilla rusa está lleno el Rastro, como un reducto del pasado que se niega a desaparecer, que sigue ahí, que levanta la mano y se retuerce entre los vapores del progreso para no caer en el olvido. 

Un ejemplo es el bar Santurce, las mejores sardinas de Madrid, que tal vez no lo sean, pero que te importa un bledo tal cosa. Porque lo que sabe a gloria no son las sardinas, es el ambiente. La señora octogenaria que prepara los peces en la plancha, que sabe dios que tendrá pegado. Su hijo que – pese a su aspecto bobalicón – es un comercial de primera línea, simpático y despierto. Ambos constituyen un tándem irreductible. ¿Serían felices dirigiendo un restaurante de la Guía Michelín? No. Su vida es freír pez azul. Aquí está una de las primeras claves que os he comentado. No han tocado ni un clavo del negocio en decenios. Si lo hubieran hecho, todo se habría acabado en días. Moraleja facilona, no hay que renunciar a lo que uno es, la renovación no siempre se traduce en cambios radicales.

Segunda pista para degustar el Rastro, los caracoles que prepara Amadeo en la misma plaza de Cascorro. El sitio es estrecho y algo incómodo, pero si entráis hasta el fondo podréis conocer al mismísimo Amadeo, que ha superado los noventa años casi seguro, pero que está tan feliz vendiendo caracoles e incitándote a mojar pan en la salsa, con el maquiavélico fin de hacerte engordar mientras reflexionas que, de vez en cuando, la vida tiene momentos mágicos de los que no esperas nada, sólo su sencillez.

La calle de Rodas y la plaza del General Vara del Rey constituyen la tercera clave. Quincalla pura a la vista. Individuos de tipo inclasificable que definitivamente no pueden vivir de la venta de lo que allí exponen. No cabe en la mente humana imaginar que, vendiendo libros extraños (no incunables), vajillas desvencijadas, tebeos que huelen a rayos, lámparas que si las enchufas morirás electrocutado, utensilios de cocina que no puedes usar porque te envenenarás, telas roídas, collares de plástico, muñecos que sólo tienen uso para rodar películas de terror serie B y otros objetos sin utilidad alguna, puede alguien realmente ganar para vivir. Otra de las claves de los castellanos, somos quijotes, no nos importa mostrar y regocijarnos en nuestra miseria. Tengo que pensar, por no deprimirme, que para nosotros la grandeza se esconce en otros matices. Porque la tenemos. Eso seguro.



Acabo ya con una frase que condensa todo, Madrid es lo más grande. Ahí queda eso. No hay ojos, ni oídos, ni manos para poder sentir con toda su fuerza el organismo vivo que se mueve cada día dentro de esta gran ciudad. Lástima que nadie se atreva a gritar y recordar su esencia rotundamente castellana.
¡Hala! A comer sardinas y caracoles.
M.

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