sábado, 2 de julio de 2016

Max, la víctima perfecta del hombre, de su perfidia y su crueldad.

No me gustan los toros, pero no caeré en los argumentos manidos y absurdos de los periodistas y demás comparsa que, de tanto reescribir los tópicos, acaban vaciando de fuerza el mensaje fundamental: el maltrato de un animal, cuando además es convertido en espectáculo de masas, es una salvajada y una brutalidad. Una muestra de toda la crueldad que el ser humano alberga en su esencia.

Gran parte del morbo y la atracción que provoca la tauromaquia residen en el conocimiento implícito de que, de cuando en cuando, el torero muere en la plaza. Por eso, hasta sus más contumaces detractores no pueden sustraerse de la inexplicable atracción que genera 'La Fiesta'. La propia palabra 'matador' ha sido exportada con éxito por todo el mundo. Cuando se dice de alguien (hombre, claro) que es un matador, no hay que añadir nada más. Esa persona alberga todas la cualidades del machote arrojado y audaz que provoca suspiros entre todas las damiselas que le rodean. He visto la palabra en titulares de periódicos de medio mundo, y no he necesitado conocer el idioma para saber que, hablaran de lo que hablaran, la cosa/persona era buena, aprovechable, echá ´pa´lante.

Y efectivamente, de vez en cuando algún matador cae fulminado en el ruedo porque un toro le atraviesa el corazón. Y la foto, la foto de su cuerpo perdiendo la vida, da la vuelta al mundo. Y entonces matador no es un adjetivo, es un sustantivo teñido de desesperación. Sus manos, una agarrotada y otra inerte y sin color, colgando de su cuerpo, mostrando su alma que escapa hacia dios sabe donde. He estado pensando- sin gustarme ni interesarme jamás en los toros - en lo que el ser humano sufre y hace sufrir sin necesidad. Eso entre otras cosas.

Mi cabeza ha viajado 149 años atrás, hasta el Cerro de las Campanas, en Querétaro (México), donde fusilaron a Maximiliano I de México el 19 de junio de 1867. Y todo por pararme a pensar en las manos, en como caen cuando te expulsan violentamente de este mundo sin haber llegado a entender el porqué. Para explicar todo esto, he contado con la inestimable ayuda de Fernando del Paso, con su elocuencia, su inteligencia y su contundencia para contar la historia de un personaje al que la historia ha ignorado, porque - entre otras razones - Europa, en su egocentrismo, ha triturado naciones y personas sin molestarse en analizar nada ni, lo que es peor, aprender nada.

Maximiliano, Max, era hermano de Francisco José de Austria, cuñado de Sisi (la anoréxica que tantas pasiones levantó), yerno de Leopoldo de Bélgica y víctima de la soberbia y arrogancia de Francia en la persona de Napoleón III y su mujer Eugenia de Montijo, una advenediza, nueva rica con aires de grandeza, que tiñó de mal gusto la corte francesa. La Francia de este emperador, sobrino de Napoleón I, que se colocó con triquiñuelas varias en el poder, demostró que la Revolución Francesa no había servido para nada. Al menos no para derrocar el instinto monárquico de los franceses y su pasión por elevar la gloria de Francia sin importar víctimas ni consecuencias. 




Max, se dejó engañar porque no entendía la vida sin ser rey o emperador. Así se lo habían enseñado en la Corte de Viena, a fuego lo tenía grabado en su ADN. Él era el descendiente de Carlos I de España, él era un Habsburgo, una familia de degenerados endogámicos, pero al fin y al cabo, con un gran peso en la historia de Europa. Su hermano Francisco José, ese personaje simpaticón de las películas soporíferas de Sisí Emperatriz, lo odiaba y no sabía como quitárselo de en medio. A otros personajes de corte, errantes y ávidos de fortuna, les ofrecieron el trono de México, pero vieron el avispero que era, y no lo aceptaron. Max sí, porque todo el mundo le prometió ayuda. Su propio hermano, con tal de no verlo más, le prometió la luna. Y él se vio como el salvador de una nación de tamaño y cultura infinitas. Él, Max, que fue a inculcar los valores de la vieja Europa, teñidos de 'elegancia' y lengua francesa, se enamoró de México.

Olvidó que cuando otros más poderosos han decidido por ti, tus ideas no cuentan y tienes dos opciones, retirarte a tiempo o morir, en sentido real o figurado. Max acabó acribillado en sentido real. Lo acribilló el imperialismo del viejo continente, el populismo rancio de Benito Juárez, su idealismo trasnochado y su falta de sentido de la realidad. Pero sobre todo lo aniquiló su transgresora mezcla de honor, romanticismo y tozudez que intentó implantar en México sin darse cuenta que lo que funcionaba a duras penas en Austria-Hungría, en su nueva patria, ni de lejos podría implantarse.

¿Cómo podía Francia - que había invadido México  - dejar que el Emperador sirviera a otros intereses que no fueran los suyos? Dejándolo tirado en a su suerte. Esa es la 'grandeur' de la que tanto presumen nuestro vecinos. 

Al leer el pasaje del asesinato de Max, me conmoví y de una forma inconsciente me vino a la cabeza la foto del torero muerto en la plaza. La foto de la ceguera ante la hipocresía. Todo fasto tiene su lado macabro, todo imperio tiene su lado despiadado. Pero olvidamos, siempre sin remedio, que debajo de las ambiciones de otros hay marionetas cuyas almas se escapan sigilosamente sin hacer casi ruido.

Leed 'Noticias del Imperio' de Fernando del Paso. No os dejará indiferentes.
M.


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