domingo, 10 de septiembre de 2023

Dando tumbos por museos...

De todos los lugares del mundo, uno de mis favoritos es - como ha quedado patente en este espacio - el Museo Nacional del Prado, en Madrid.

Que nadie entre en pánico, porque no voy a hablar del Museo ni de su colección. Para eso están los conservadores y eruditos en arte. Yo soy una pobre aficionada que se deja llevar más por sentimientos que por conocimientos. O - dicho de otra forma - justifico mis ideas mirando cuadros de una forma un tanto cogida por los pelos. Pero el arte, algo que hemos olvidado con tanto iluminado suelto, es eso, el encuentro con uno mismo bajo la alargada sombra de obras esbozadas hace cientos de años. Reivindico aquí el espiritualismo como forma para crecer, una vez más.

Ayer, en el Prado, guiada por mi instinto y mecida por la música de Boccherini, logré evadirme de tal forma, que llegué a creerme protagonista de la historia alto medieval castellana mientras observaba 'La Lamentación ante Cristo muerto',  del Maestro del Tríptico del Zarzoso. Huelga decir que era una princesa o noble, ser pobre nunca ha molado, ni entonces ni ahora. De ahí tanta guerra y desavenencia, para quedarse con los lucros y logros de otros, mientras una comparsa de imbéciles - los que pegan tiros y se dejan matar - creen formar parte de una gesta gloriosa.

Maestro del Tríptico del Zarzoso (1460)
Técnica mixta sobre tabla, 148 x 97 cm
Museo Nacional de Prado (Madrid)

Momentazo en el que el cuadro tira de mis neuronas y ya ni veo ni oigo nada alrededor. Tal fue mi abstracción, que el vigilante de sala me preguntó algo alarmado - nunca se sabe si el visitante tiene buenas intenciones o quiere pegarse para protestar porque los grillos se mueren de sed en Marte - qué veía en el cuadro. En un chispazo de inspiración le dije que estaba escribiendo un libro sobre los Reyes de la Casa Trastámara. Una trola como una montaña, pero que lo dejó gratamente asombrado e inflado de orgullo por hablar con una especialista (falsa, pero él no lo sabía) en esta estirpe real que goza de todas mis simpatías y a la se ha ignorado en la Galería de la Colecciones Reales

Sin ánimo alguno de protagonismo, afirmo que hice una labor social inmensa contando esta mentira. Raudo y veloz corrió a comentárselo a otra compañera que andaba por allí, y ambos me miraron con arrobo y admiración. Juro que si alguna vez escribo el libro - por ahora lo veo difícil, por no decir imposible - pienso dedicárselo. Son unos héroes, aguantan con paciencia la mala educación de turistas disfrazados de Capitán Cook empeñados en hacerse fotos con su móvil, lo que les obliga a gritar constantemente la frase 'no foto', preguntándose - como me pregunto yo - para qué querrán esos engendros fotográficos, cuando pueden descargarse cómodamente las imágenes en la web del Museo. Por eso, mi disfraz de erudita en historia debió brindarles un momento de desahogo y subidón tras lidiar hora tras hora contra tanto beodo suelto como hay.

Lo de mentir e inventar un alter ego me está dando muchísimas alegrías. Ayer no fue la primera vez en la que - con toda naturalidad - inventaba una profesión sobre la marcha. El éxito - al igual que sucede con los disfraces de Mortadelo - está en lo inverosímil de la invención, de ahí que nadie dude. Hace unas semanas, en Berlín, en la exposición sobre Hugo Van de Goes de la Gemäldegalerie, tuve que improvisar otra profesión. Enseñé - con el único objetivo de entrar gratis - mi carnet de amigo de Museo del Prado. Muy interesados me preguntaron qué acreditaba ese carnet y - sin inmutarme ni pestañear un segundo - les dije que estaba haciendo un estudio sobre la influencia de la Pintura Flamenca en España. Enseguida pusieron todo su empeño y diligencia no sólo para dejarme entrar sin pagar, sino también para hacer mi estancia lo más agradable posible.

El único inconveniente de estas mientes es que - como constatas una fe ciega en los engañados - llegas a creerte realmente lo que no eres ni de lejos, y tomar contacto con la realidad es durísimo. Tanto que, al entrar y toparme con el 'Retablo de Monforte', no podía para de llorar. Los Trastámara tendrán que esperar, y los Primitivos Flamencos, también. 

La justificación de mis mientes es el interés que pongo en estos temas. Ya en la misma cafetería de la Gemäldegalerie, comencé a buscar información sobre la exposición. ¡Chasco! Nada había, podéis comprobarlo. Un vídeo que dura 45 segundos y que tiene dos comentarios. Alemania es rica, poderosa, el motor de Europa, el hada madrina que con sus alitas de hierro nos dicta qué hacer en cada coyuntura. Pero sólo dedica unos segundos a Hugo van der Goes. Sé que el 99,99% de la población mundial no está de acuerdo conmigo, de ahí mi complejo de outsider, pero a mi esto me da qué pensar, muchísimo.

Ortega y Gasset en su libro 'La España invertebrada' (1921) afirmaba que los españoles íbamos a la cola de Europa porque los godos que llegaron a la Península durante las Invasiones Bárbaras del siglo V dC, eran medio lelos y llegaron aquí ya sin fuelle alguno. Los buenos e inteligentes - según Ortega - se habían quedado en los países del norte, que eran una auténtica charca infame por aquel entonces. Porque la riqueza de Europa estaba en los puertos del Mediterráneo, eso no debía saberlo, o lo ignoró sabe dios con qué fines, porque las élites españolas casi nunca han perseguido el bien común. Pero no sólo él se lo creyó, también el resto de los españoles y - qué duda cabe - nuestros vecinos europeos. Bueno, ellos ya lo tenían interiorizado desde hace tiempo.

Ni aun viendo vídeos sobre el nazismo, nos convencemos que algunas cosas se hacen mejor aquí. Una cosa sí que debo reconocerles, son extremadamente confiados. Para ellos mentir es un pecado mortal de necesidad, también tergiversar las cosas y razonar de forma poco clara. De ahí ese tópico que les encasilla como 'cuadriculados'.

Pero sigamos con el arte, la semana pasada recurrí también a la mentira para colarme en otro museo (el MoMA de Nueva York). La última vez que estuve en Estados Unidos, otoño 2019, pude acceder gratis algunas tardes a la semana gracias al patrocinio de una empresa de ropa japonesa. No me importa pagar para ver cuadros de Rubens, pero sí para ver basura conceptual moderna, que es lo que enseñan en esta tipología de museos. Siento como si me robaran cuando - al acceder a las salas - me encuentro con alambres, pantalones vaqueros pintados, botellas de plástico encima de montañitas de arena, etc... Soy consciente de que los artistas deben comer, pero como los criterios para considerar qué obras son las que deben estar expuestas son muy opacos a nivel global, prefiero no participar en este juego de la modernidad que me desagrada profundamente. 

Como decía, colarme en el MoMA era imprescindible para reconducir y dar forma a mis quebrantados principios, tras la visita a la exposición 'Gego: Measuring Infinity' en el Museo Guggenheim de Nueva York. Una basura tan esperpéntica que sólo me inspiró desasosiego. El museo, diseñado por Frank Lloyd Wright, una obra maestra de la arquitectura, se concibe como un espacio espiral desde arriba, en el que las salas mismas se integran es esa concepción limpia y geométrica del espacio. Sólo por disfrutar de esta obra maestra, me dije a mí misma, merece la pena pagar los 30 dólares de la entrada.

Museo Guggenheim (1071 5th Av. - Nueva York)

Estaba equivocada, porque algún conservador del museo tuvo a bien estropear tan fantástica perspectiva colgando unos alambres y otras infamias que - por lo que parece - son obras de arte. Ni con la mejor voluntad, y yo la tenía, eso puede considerarse algo más que basura pura y dura. La artista, una mujer judía nacida en Alemania en 1912 y nacionalizada venezolana (Gertrud Goldschmidt - Gego), desarrolló un conjunto de ideas sobre el movimiento (los alambres), cuya serie más famosa es 'Reticuláreas'. Reúne en su persona todo aquello que a los directores de museos de arte moderno del siglo XXI les entusiasma, mujer, judía escapada de los nazis, que habitó en un país considerado bananero para los neoyorquinos, esto último es fundamental para darle el toque de exotismo que toda exposición subvencionada requiere. 

Hubo un momento en el que estaba tan enfadada y desorientada, que me senté en un banco apartado del recorrido en espiral, en un recoveco escondido, con el fin de convencerme de que efectivamente Gego merece el lugar que la historia del arte le ha otorgado. Y entonces vi, tirados de cualquier forma, despojos de los alambres y otros materiales que no habían sabido cómo y dónde colocar. Tirados sin ninguna medida de seguridad que preservase este legado de valor incalculable. Podría haber cogido un trozo de tela, un plástico o un alambre para colgar los cuadros de mi casa y - cuando llegase alguna visita - comentarle con orgullo que el soporte de cobre o tela que sujeta el cuadro vale mucho más que toda mi casa junta. Idea turbadora y preocupante.

Sin lugar a duda tenía que ponerme otro de los disfraces de Mortadelo y colarme en el MoMA, corría el riesgo - si abonaba la entrada - de sufrir algún tipo de choque emocional, y a seis mil kilómetros de casa es mejor no tentar la suerte. Esta vez fue más complejo, me hice pasar por investigadora y estudiosa del arte residente en Nueva York. Lo sé, hay que tener mucha imaginación para inventar una miente tan elaborada. Pero - como ya he dicho antes - es tan inverosímil que nadie puede dudar de semejante disfraz. Entré en la web del museo, marqué que vivía en la ciudad, escribí una dirección (de un restaurante en Queens) e indiqué el departamento de la Universidad de Columbia para el que trabajaba, y voilà, la entrada enviada a mi correo electrónico. Tuve un momento de pavor, por si me pedían algún documento acreditativo al entrar, pero no fue el caso. 


Disfraces de Mortadelo


La vista del MoMA fue más tranquilizadora, aunque algo decepcionante. La última vez (en 2019) que paseé por sus abarrotadas salas, pude al menos refrescar mis oxidados conocimientos sobre las Vanguardias del siglo XX, y todos los movimientos artísticos que revolucionaron el arte para orientarlo hacia una nueva concepción en la que el artista imprimía su percepción de lo que le rodeaba, lo tangible y lo espiritual, mezclando estilos y materiales, rompiendo perspectivas y dejando vía libre - al margen del academicismo - a nuevos artistas por nacer. Picasso, Kirchner, Chagall o Monet me entusiasman, me hacen confiar en que el ser humano aun alberga la posibilidad de crecer como una suma de vivencias y experiencias dignas de ser contadas y compartidas, por muy tormentosas que sean.

Pablo Picasso (1907)
Óleo sobre lienzo 243,9 x 233,7 cms.
Museo de Arte Moderno (MoMA) Nueva York

Pero todo era un espejismo, en un momento dado choqué con la realidad del momento presente, porque - tras abandonar el academicismo - hemos aceptado otra forma de tutelaje artístico, la del Estado, la de la cultura de masas regida por un estricto guion del que no conviene desviarse ni un milímetro. El MoMA, pese al poder económico y cultural de Estados Unidos no podía ser una excepción y ha terminado por sucumbir, reorganizó el museo en verano de 2020. Transformando la espiritualidad del arte en un parque de atracciones de colorines donde ir a pasar los fines de semana, incluyendo conciertos y bailes (todos de países exóticos) en su patio central, con el objetivo de llenar las conversaciones de café durante la semana laboral.

Cuadros de Kandinsky, por ejemplo, han desaparecido en su gran mayoría. Joan Miró (que me espanta, debo admitir) ha sido relegado a una esquina, Dalí tampoco es que reluzca mucho. Para evitar hacer una lista del 'Salón de los Rechazados', baste decir que el MoMA posee la que es sin duda la colección más importante de las vanguardias de todo el siglo XX. ¿Por qué los 'esconden'? ¿Para enseñarnos a ser ecológicos? ¿Son los museos lugares para trascender con el arte o para el adoctrinamiento?

Y ayer, cuando me sumergí en la piedad y delicadeza de 'La Lamentación ante Cristo muerto', del Maestro del Tríptico del Zarzoso, encontré la solución a mis preguntas. El arte de hace quinientos años nos comunicaba con nuestro espíritu, y - en última instancia - con Dios. Nos aupaba hacia una trascendencia imperceptible pero real. Ahora, somos, sin embargo, nosotros mismos, nuestros problemas, nuestra interpretación de la realidad..., los que aparecemos en las obras de arte. El MoMA como muestra de una preocupante tendencia, nos muestra las miserias de las que somos capaces como una forma de adoctrinamiento a gran escala, y - sinceramente - no creo que sea bueno.

Leed mucho, viajad y pensad por vosotros mismos.
M.

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