miércoles, 1 de mayo de 2019

Reflexionando desde Neverland.

Nochevieja, hace 36 años, siendo una niña y con el permiso de mis padres, retrasé la hora de acostarme para devorar el programa soporífero de Televisión Española que daba la bienvenida al año nuevo, y entonces apareció ÉL, y mi vida cambió. Me quedé sentada y sin palabras, sobrecogida por lo que veía. Suena pretencioso y peliculero, pero fue así, tal cual. Ahí estaba, un genio que iba a influir - sin él pretenderlo - en mi infancia, toda mi adolescencia y parte de mi edad madura. Bailando entre muertos vivientes y entre tumbas, era Michael Jackson, moviéndose al ritmo de Thriller.




Y desde entonces, hasta su muerte en junio de 2009, se convirtió en una compañía agradable y segura. Un secreto propio cuya forma de vivirlo formó parte de mi yo más personal. Cada momento - bueno o malo - de mi existencia ha estado acompañado por una de sus canciones. Me he refugiado en sus melodías y las he reinterpretado y soñado a mi manera cientos de veces. Contemplé con lástima la degradación absoluta de su persona, la interpreté con benevolencia a veces y con extrañeza, otras. Pero nunca dejé de pensar que Jackson era un ser especial, modelado al ritmo de un mundo frenético e implacable, para el que él no estaba hecho.

Y de repente en 2019, se estrena un documental en dos partes sobre él y la 'verdad' de los abusos sexuales de los que fue acusado y juzgado a principios de los años noventa. Leaving Neverland. Y de nuevo, como hace 36 años, me he quedado quieta y sobrecogida.

Había leído que, en su estreno en el Festival de Cine de Sundance, la sala se quedó en silencio tras acabar la proyección, pensé que era una exageración comercial, o el gusto morboso que tienen los norteamericanos por todo este tipo de testimonios, pero no es para menos. Leaving Neverland es el reflejo fiel y descarnado de lo enfermo que está este mundo y como cada modelo cultural alcanza la sordidez a su manera. 

Creo que lo que cuentan los dos niños (adultos ya), Wade Robson y James Safechuck de su vida con Michael, es verdad. Y sólo por eso, una parte de mi juventud se ha visto trastocada de una forma extraña. He contemplado una cara diferente de él, no era la que yo tenía grabada en mis recuerdos de juventud. He visto a un tipo débil y enloquecido, pero aupado y protegido en sus vicios por toda una camarilla de personas que vivían a su costa. Esta es la primera de mis reflexiones.

Tal vez yo ahora sea otra persona, con la madurez suficiente para darme cuenta que en ese viaje vital en el que él me acompañó, hubo matices que no quise ver. Como tampoco vemos hasta qué punto, cada cultura ha desarrollado, en los siglos XX y XXI, su propio paradigma de sordidez.

La gestación de las relaciones de los niños con Jackson muestran al mundo anglosajón (en el que nos miramos, y nos venden cada día como el espejo en el que mirarnos) absolutamente ridículo. Unos padres que viven en suburbios prefabricados de Estados Unidos y Australia, que - cuando Michael les agasaja - no dudan en convertirse una especie de mofa ridícula disfrazada con gorritas que come palomitas en el parque de atracciones de Neverland. Unos padres que sueñan con ver a sus hijos convertidos en estrellas a la sombra de otra, cerrando los ojos ante lo evidente. Algo que sólo puede pasar en Estados Unidos. Aquí, en España, tenemos otro tipo de personajes patéticos, hay niveles máximos de audiencia en la televisión cuando Isabel Pantoja se lanza desde un helicóptero a una isla en Honduras, pero me atrevo a afirmar que historias como las que se cuentan en este documental, sería raro (no imposible) que ocurrieran en España, ni en Europa. Porque repito, cada sociedad genera un tipo diferente de patetismo cuyas víctimas somos todos, cada uno a su manera.

Esta es la segunda reflexión que me ha vendido a la cabeza.

La tercera comienza con el juicio y la molicie del aparato mediático que se pone en marcha a costa de la depravación de Michael Jackson, donde lo terrible de la historia - los abusos - pasa a un segundo plano y sólo sale a la superficie un cúmulo de mentiras y manipulaciones gestadas por abogados, periodistas e individuos que - de una u otra forma - viven del artista. Sin pretenderlo el director, creo, los testimonios y la verdad pasan a ser irrelevantes. La telaraña de mentiras es tan tupida, que las propias víctimas - ya no tan niños en ese momento -, no saben qué camino tomar, quizás porque sus padres ya han decidido por ellos, han decidido tapar sus remordimientos con veinticinco millones de dólares. Y la posibilidad, treinta años después, de poder mostrar a Jackson - ya muerto y sin posibilidad de defenderse -  como un tipo más enfermo y abominable de lo que ya era. 

Y ahora... ¿qué? ¿dejaremos de escuchar Thriller en la radio? ¿tengo que enterrar mis recuerdos? ¿tengo que pensar que yo misma era un personaje ridículo cuando esperé doce horas para ver cantar a Jackson en el Vicente Calderón? No lo sé. 

Mientras decido qué hacer, dejaré que Michael me acompañe un poco más. Porque, al igual que han hecho ya otros, una vez muerto, no podrá defenderse de lo que yo crea de él.

Leed mucho y sacad vuestras propias conclusiones.
M.

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