La prensa es un asco. Así directamente. Los periodistas escriben sin rigor, sin conocimiento ni coherencia. En esto – mal que me pese – tengo que dar la razón al teatrero de Trump, gran parte de los desencuentros y movidas sociales están generadas por la inconsciencia y temeridad periodística.
Cuando lees algo agradable, lleno de sentido y sorprendente, es obra de alguien que no se dedica al periodismo, tiene otra profesión, o es - sencillamente - escritor. Hilvanar las palabras, darles forma, mostrar un todo lleno de armonía y chicha es un don que bebe de dos fuentes, una la propia sensibilidad de la persona y otra su bagaje personal por este mundo, su capacidad para observar.
Hay personas que viajan a Bután y lo más que dicen es que todo resultó 'muy bonito', otras como Elvira Lindo son capaces de reflexionar sobre la calle en la que trabajan cada día, y eso sin moverse ni un centímetro de su rutina. Su descripción de la Gran Vía de Madrid y sus sensaciones me hicieron pensar. He paseado tanto por Gran Vía, ha sido mi sustento neuronal durante diez años. Cada tarde, caminando hacia casa, me perdía entre gente de todo tipo, me mimetizaba sin objetivo ni pretensión. Era simplemente uno más deslizándome por un lugar que rezuma pulso y vitalidad. Recuerdo haber oído que todo lo acontecido en España en los últimos cien años ha tenido como escenario la Gran Vía, revueltas, guerras, desfiles, bodas, movida madrileña... Un todo heterogéneo y visceral. No sólo es la propia arteria de Madrid, son los aledaños, las calles que desembocan allí, los callejones, las almas que deambulan por un decorado espontáneo y lleno de una esperpéntica e inclasificable vitalidad.
Es cierto lo que dice Elvira Lindo, que está perdiendo su castiza esencia, ese toque español teñido de falsa internacionalización cosmopolita. Ahora es un decorado de tiendas que producen objetos de usar y tirar a un ritmo trepidante, y que, sin que nos demos cuenta, nos obliga a renovar cada año nuestra ropa, nuestra casa y - si nos descuidamos - hasta nuestra propia alma. Nadie, por ejemplo, cuando llega la Navidad se le ocurre irse a otro lugar que no sea la Gran Vía. En verano, con un calor de justicia, si alguien habla de tomar cañas, lo primero que se le viene a la cabeza es una terracita por los alrededores del Centro. Pensar otra cosa es un sacrilegio. Alcaldes de toda ideología han intentado dotar de espacio vital a los peatones, con éxito desigual, por no decir fracaso. Porque que la calle del Aguacate sea una cochambre, da igual, pero la Gran Vía es el corazón del bullicio y la vida de Madrid.
Y así, plas, un día estoy leyendo un libro sobre los campos de concentración estalinistas, y asocio la mansedumbre de los presos y la obediencia ciega de los perros guardianes (argumento de la novela) con los seres humanos que desfilan cada día por la Gran Vía. Y entonces, sin ser alarmista, me doy cuenta que de una forma u otra, el hombre se somete voluntariamente a cualquier tipo de tiranía o uniformidad sin poner apenas resistencia. Desfila como una bestia mansa (un perro) allá por donde lo hacen los demás. Y eso, he aquí lo sorprendente, le hace sentirse libre. A mi la primera.
Sí, es exagerado comparar una avenida llena de vida con un campo de concentración en medio de Siberia, vale, me he pasado. Parece que estoy igualando la tierra de la abundancia con recintos repletos de harapientos muertos de hambre rodeados de perros adiestrados sin criterio propio. Pero no, no lo hago. Esa es la lectura fácil. En realidad lo que quiero decir es lo contrario, nos sentimos libres porque, sometidos al criterio de la masa, nos sentimos dotados de libre albedrío. Somos sorprendentes. Nos sentimos libres cuando menos lo somos.
Si leéis 'El fiel Ruslán' de Gueorgui Vladimov, espero que entendáis lo que quiero decir. ¿Qué parte de nosotros es nuestra propia y qué parte nos graban cada día a sangre y fuego? ¿Cómo transmitimos nuestra crueldad a lo que nos rodea, a los animales a otros humanos? ¿De qué forma? Cuando andamos por Gran Vía, ¿qué parte de nosotros es la que nos dirige a Primark como si fuésemos autómatas?
Últimamente lo que veo y leo sobre nuestro mundo me lleva a pensar cosas extrañas. No puedo evitarlo.
Leed mucho.
S.
Hay personas que viajan a Bután y lo más que dicen es que todo resultó 'muy bonito', otras como Elvira Lindo son capaces de reflexionar sobre la calle en la que trabajan cada día, y eso sin moverse ni un centímetro de su rutina. Su descripción de la Gran Vía de Madrid y sus sensaciones me hicieron pensar. He paseado tanto por Gran Vía, ha sido mi sustento neuronal durante diez años. Cada tarde, caminando hacia casa, me perdía entre gente de todo tipo, me mimetizaba sin objetivo ni pretensión. Era simplemente uno más deslizándome por un lugar que rezuma pulso y vitalidad. Recuerdo haber oído que todo lo acontecido en España en los últimos cien años ha tenido como escenario la Gran Vía, revueltas, guerras, desfiles, bodas, movida madrileña... Un todo heterogéneo y visceral. No sólo es la propia arteria de Madrid, son los aledaños, las calles que desembocan allí, los callejones, las almas que deambulan por un decorado espontáneo y lleno de una esperpéntica e inclasificable vitalidad.
Es cierto lo que dice Elvira Lindo, que está perdiendo su castiza esencia, ese toque español teñido de falsa internacionalización cosmopolita. Ahora es un decorado de tiendas que producen objetos de usar y tirar a un ritmo trepidante, y que, sin que nos demos cuenta, nos obliga a renovar cada año nuestra ropa, nuestra casa y - si nos descuidamos - hasta nuestra propia alma. Nadie, por ejemplo, cuando llega la Navidad se le ocurre irse a otro lugar que no sea la Gran Vía. En verano, con un calor de justicia, si alguien habla de tomar cañas, lo primero que se le viene a la cabeza es una terracita por los alrededores del Centro. Pensar otra cosa es un sacrilegio. Alcaldes de toda ideología han intentado dotar de espacio vital a los peatones, con éxito desigual, por no decir fracaso. Porque que la calle del Aguacate sea una cochambre, da igual, pero la Gran Vía es el corazón del bullicio y la vida de Madrid.
Y así, plas, un día estoy leyendo un libro sobre los campos de concentración estalinistas, y asocio la mansedumbre de los presos y la obediencia ciega de los perros guardianes (argumento de la novela) con los seres humanos que desfilan cada día por la Gran Vía. Y entonces, sin ser alarmista, me doy cuenta que de una forma u otra, el hombre se somete voluntariamente a cualquier tipo de tiranía o uniformidad sin poner apenas resistencia. Desfila como una bestia mansa (un perro) allá por donde lo hacen los demás. Y eso, he aquí lo sorprendente, le hace sentirse libre. A mi la primera.
Sí, es exagerado comparar una avenida llena de vida con un campo de concentración en medio de Siberia, vale, me he pasado. Parece que estoy igualando la tierra de la abundancia con recintos repletos de harapientos muertos de hambre rodeados de perros adiestrados sin criterio propio. Pero no, no lo hago. Esa es la lectura fácil. En realidad lo que quiero decir es lo contrario, nos sentimos libres porque, sometidos al criterio de la masa, nos sentimos dotados de libre albedrío. Somos sorprendentes. Nos sentimos libres cuando menos lo somos.
Si leéis 'El fiel Ruslán' de Gueorgui Vladimov, espero que entendáis lo que quiero decir. ¿Qué parte de nosotros es nuestra propia y qué parte nos graban cada día a sangre y fuego? ¿Cómo transmitimos nuestra crueldad a lo que nos rodea, a los animales a otros humanos? ¿De qué forma? Cuando andamos por Gran Vía, ¿qué parte de nosotros es la que nos dirige a Primark como si fuésemos autómatas?
Últimamente lo que veo y leo sobre nuestro mundo me lleva a pensar cosas extrañas. No puedo evitarlo.
Leed mucho.
S.
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