Fidel Casto ha muerto. Noventa años, casi un siglo de vivencias. Casi cien años haciendo el cabra, movido por la idea de la Revolución... ¡Ahí queda eso! ¡LA REVOLUCIÓN! Con mayúsculas. La clase obrera al poder, el mundo ideal del Comunismo haciéndonos a todos iguales e instaurando la dictadura del proletariado a nivel planetario. Lo entiendo perfectamente, lo apoyo y lo suscribo. Quizás hasta el año 1989. Después, cuando iban cayendo como un castillo de naipes todos los países comunistas, subiéndose al carro del capitalismo, ya no. Porque entonces - más siendo una isla - seguir emperrado en estas ideas era sinónimo de dictadura y miseria. Y lo que es peor, condenaba a miles de personas al hambre y al desarraigo, y - eso - no tiene perdón.
Pero Fidel era simpático a más no poder. ¡Qué chispa tenía! Ese acento, esa retranca, esa mezcla del Caribe y de España tan particular. Mantuvo el poder en su ínsula 'riéndose' de los americanos, mientras los americanos no se reían de él, se reían de los cubanos. Matándoles de hambre, pensando que el dictador se apiadaría de ellos y recapacitaría sobre la Revolución. Pero los americanos no acaban de pillar el pulso al resto de mentalidades dispersas por el mundo. Y claro, como conclusión, Fidel se ha muerto en la cama a los noventa años.
Muchísimo se ha escrito estos días sobre él. Cosas tristes a más no poder, sobre todo cartas abiertas de exiliados que viven en España o Miami, que -básicamente - lo demonizan. Otros le defienden. Lo entiendo, si les ha ido bien con el Régimen vería mal lo contrario, poco honesto. Pero hay una cosa que me ha dejado perpleja, resulta que hay un registro documentado de las veces que los Presidentes de los Estados Unidos intentaron atentar contra su integridad (sin éxito, como ya sabemos). Reagan se lleva la palma, 197 ni más ni menos. Teniendo en cuenta que estuvo ocho años en el poder, si redondeamos a doscientos, tenemos que cada año de su mandato se tomó la molestia de mandar a gente para fulminarlo... VEINTICINCO VECES, más de dos veces cada mes... Yo alucino. Desde Eisenhower hasta Clinton....¡635 veces! han intentado matarlo. Luego ya desistieron, Bush hijo hablaba español (mal, pero el hombre ponía empeño) y Obama hasta ha levantado el bloqueo a Cuba. Aunque yo creo que han desistido al ver que esto no se les daba bien, si yo intento atentar contra una persona - con mil medios a mi alcance - más de seiscientas veces y no lo consigo, lo dejaría estar. Claro.
Junto a los planes de asesinato se idearon por parte de la CIA otros intentos para afectar a su imagen ante el pueblo, como unos polvos en los zapatos para que se le cayese la barba (que en aquellos años era un símbolo revolucionario) o rociar un estudio de televisión con LSD para que perdiera la compostura mientras hablaba.
Fuente: Wikipedia
Yo no puedo parar de reír, lo confieso. Es como la canción de 'Hombres G', de los polvos pica-pica, pero a nivel de Diplomacia Internacional. ¡´Pa habernos mataó!! Si es que el mundo no puede ir bien.
¡Puf! ahora entiendo ¡por fin! el que hayan otorgado el Nobel de Literatura a Bob Dylan. Sé que ya lo he dicho en otras ocasiones... ¡Pero es que justo ahora lo he entendido! Si pretendían que se le cayera la barba a Fidel Castro con unos polvos... Lo de Dylan es una anécdota en este caldo de cultivo de estupideces. Lo hacen para mantenernos en vilo, está claro.
Este es el razonamiento, estamos convencidos de que cuando alguien escribe una obra maestra como 'El hombre que amaba a los perros' merece el Nobel y mucho más. ¡Pues no! Resulta que un agente cubano echó unos polvos mágicos en las pantuflas de estar por casa de casi todos lo miembros de la Academia Sueca, enloquecieron, y se lo dieron a un cantante estadounidense. Un plan sin fisuras.
Bueno, con algo de rodeo he llegado a Leonardo Padura. Me he servido de la muerte del dictador para acabar hablando de un cubano que escribe sobre las miserias y los entresijos del Comunismo, narrando la vida de Ramón Mercader, en su novela 'El hombre que amaba a los perros'. Un libro que - casualmente - terminé de leer hace un par de semanas.
Ramón Mercader fue un tipo peculiar. Hijo de una familia catalana acomodada, contaminado por el anarquismo previo a la Guerra Civil y acabado de enloquecer por su madre, Caridad del Río. Una desequilibrada sin parangón, una niña bien, casada un miembro de la burguesía fabril barcelonesa, que decidió - otra más - que lo suyo eran los bajos fondos, las drogas y la REVOLUCIÓN. La misma que la de Fidel, pero algunos años antes. Tanto empeño puso la pobre que acabó siendo agente de la NKVD (Comisariado para el Pueblo de Asuntos Internos) y miembro ilustre del Partido Comunista. Por resumir todo lo anterior, una asesina y una loca de tomo y lomo.
Sus cinco hijos acabaron medio pirados también o muertos a edad temprana. Pero para Ramón tenía un plan especial, quería convertirlo - con ayuda de Stalin - en un agente especial. Eso sí, como a todos los afines a la Unión Soviética los mantenía el Estado, y eran un montón con la urgente necesidad de justificar el sueldo y la inquebrantable fidelidad a la REVOLUCIÓN. Así pues, entre los planes de unos, las locuras de otros, las teorías rocambolescas y las gestiones de despacho, la cosa se demoró un poquitillo y el pobre Ramón dio alguna vuelta que otra por el mundo hasta conseguir acabar a solas con Trotski y clavarle un pico (piolet) en el cráneo el 20 de agosto de 1940. Pensaba que iba a escapar tan campante, pero no, no lo consiguió. El premio por esto fueron veinte años en la cárcel (sin desvelar jamás su identidad). Al cumplir su condena (ni un día le perdonaron) fue acogido - no de muy buena gana - en la Unión Soviética, ahí se reencontró con su hermano menor y se dio cuenta que había sido un pringaó y un incauto. Pero ya era tarde. El mal a sí mismo estaba hecho.
Ramón había abierto todas las ventanas de su espíritu hacia las mentalidades colectivas, hacia la lucha por un mundo de justicia e igualdad, y si hubiera muerto peleando por ese mundo mejor, se habría ganado un espacio eterno en el paraíso de los héroes puros. Ramón pensó en ese instante cuanto le habría gustado ver llegar a su lado a ese otro Ramón, el verdadero, el héroe, el puro, y poder contarle la historia del hombre que él mismo había sido durante todos esos años en que había vivido la más larga y sórdida de las pesadilla.
He aquí el argumento del libro de Padura. Magistral de principio a fin. Conoce al dedillo el entramado de la Barcelona tomada por los Republicanos durante la Guerra Civil, sus luchas internas, sus purgas y su falta de liderazgo que condujeron al desastre, es decir, el triunfo del General Franco.
Describe minuciosamente los detalles de la vida de otro Revolucionario, Trotski, que huye de la muerte, porque cree de verdad que su presencia en la Tierra es imprescindible y clave para mover voluntades. Su vehemencia, su soberbia y su inteligencia le llevan una vida errante y le convierten en el peor enemigo de Stalin. Trotski defendía - a su manera - las purgas, los asesinatos y el sufrimiento por el bien de LA REVOLUCIÓN. Pero amaba a los perros, al igual que Mercader, al igual que el protagonista ficticio de la novela de Padura. He ahí el contrasentido y - a mi modo de ver - la clave de muchas de las historias que teje en el libro. La hipocresía del ser humano.
La historia de Mercader la cuenta Iván, un cubano al que conoce casualmente en la playa. Un cubano que vive la REVOLUCIÓN de Fidel desde dentro y al que le gustan los perros y que al final acaba siendo otra víctima...
... como todas las víctimas, como todas las trágicas criaturas cuyos destinos están dirigidos por fuerzas superiores que los desbordan y los manipulan hasta hacerlos mierda. Ése ha sido nuestro sino colectivo, y al carajo Trotski si con su fanatismo de obcecado y su complejo de ser histórico no creía que existieran las tragedias personales sino solo los cambios de etapas sociales y suprahumanas. ¿Y las personas, qué? ¿Alguno de ellos pensó alguna vez en las personas? ¿Me preguntaron a mi (...) si estaba conforme con posponer sueños, vida y todo lo demás hasta que se esfumaran (sueños, vida y hasta el copón bendito) en el cansancio histórico y en la utopía pervertida?
Por eso, el otro día, cuando veía las imágenes de la vida de Castro, repetidas hasta la saciedad en las televisiones del todo el mundo, con sus uniformes, que fueron evolucionando desde el look Coronel Tapioca hasta el chandalismo revolucionario, pensaba de nuevo en Padura y en su soberbia novela. Sin ella me hubiese sido imposible entender algo tan simple como que...
La verdadera grandeza humana está en la práctica de la bondad sin condiciones, en la capacidad de dar a los que nada tienen, pero no lo que nos sobra, sino una parte de lo poco que tenemos. Dar hasta que duela, y no hacer política, ni pretender preeminencias con este acto, y mucho menos practicar la engañosa filosofía de obligar a los demás a que acepten nuestros conceptos de bien y la verdad porque (creemos) son los únicos posibles y porque, además, deben estarnos agradecidos por lo que les dimos, aun cuando ellos no lo pidieran.
Y sí, a Fidel debe juzgarlo alguien. Dios - si existe -, la historia - si su juicio vale para algo -, o el diablo - si el fuego eterno quema -. Porque dio lo que nadie le había pedido y obligó a practicar su engañosa filosofía a los demás.
M.
Ramón Mercader fue un tipo peculiar. Hijo de una familia catalana acomodada, contaminado por el anarquismo previo a la Guerra Civil y acabado de enloquecer por su madre, Caridad del Río. Una desequilibrada sin parangón, una niña bien, casada un miembro de la burguesía fabril barcelonesa, que decidió - otra más - que lo suyo eran los bajos fondos, las drogas y la REVOLUCIÓN. La misma que la de Fidel, pero algunos años antes. Tanto empeño puso la pobre que acabó siendo agente de la NKVD (Comisariado para el Pueblo de Asuntos Internos) y miembro ilustre del Partido Comunista. Por resumir todo lo anterior, una asesina y una loca de tomo y lomo.
Sus cinco hijos acabaron medio pirados también o muertos a edad temprana. Pero para Ramón tenía un plan especial, quería convertirlo - con ayuda de Stalin - en un agente especial. Eso sí, como a todos los afines a la Unión Soviética los mantenía el Estado, y eran un montón con la urgente necesidad de justificar el sueldo y la inquebrantable fidelidad a la REVOLUCIÓN. Así pues, entre los planes de unos, las locuras de otros, las teorías rocambolescas y las gestiones de despacho, la cosa se demoró un poquitillo y el pobre Ramón dio alguna vuelta que otra por el mundo hasta conseguir acabar a solas con Trotski y clavarle un pico (piolet) en el cráneo el 20 de agosto de 1940. Pensaba que iba a escapar tan campante, pero no, no lo consiguió. El premio por esto fueron veinte años en la cárcel (sin desvelar jamás su identidad). Al cumplir su condena (ni un día le perdonaron) fue acogido - no de muy buena gana - en la Unión Soviética, ahí se reencontró con su hermano menor y se dio cuenta que había sido un pringaó y un incauto. Pero ya era tarde. El mal a sí mismo estaba hecho.
Ramón había abierto todas las ventanas de su espíritu hacia las mentalidades colectivas, hacia la lucha por un mundo de justicia e igualdad, y si hubiera muerto peleando por ese mundo mejor, se habría ganado un espacio eterno en el paraíso de los héroes puros. Ramón pensó en ese instante cuanto le habría gustado ver llegar a su lado a ese otro Ramón, el verdadero, el héroe, el puro, y poder contarle la historia del hombre que él mismo había sido durante todos esos años en que había vivido la más larga y sórdida de las pesadilla.
Leonardo Padura. 'El hombre que amaba a los perros'.
He aquí el argumento del libro de Padura. Magistral de principio a fin. Conoce al dedillo el entramado de la Barcelona tomada por los Republicanos durante la Guerra Civil, sus luchas internas, sus purgas y su falta de liderazgo que condujeron al desastre, es decir, el triunfo del General Franco.
Describe minuciosamente los detalles de la vida de otro Revolucionario, Trotski, que huye de la muerte, porque cree de verdad que su presencia en la Tierra es imprescindible y clave para mover voluntades. Su vehemencia, su soberbia y su inteligencia le llevan una vida errante y le convierten en el peor enemigo de Stalin. Trotski defendía - a su manera - las purgas, los asesinatos y el sufrimiento por el bien de LA REVOLUCIÓN. Pero amaba a los perros, al igual que Mercader, al igual que el protagonista ficticio de la novela de Padura. He ahí el contrasentido y - a mi modo de ver - la clave de muchas de las historias que teje en el libro. La hipocresía del ser humano.
La historia de Mercader la cuenta Iván, un cubano al que conoce casualmente en la playa. Un cubano que vive la REVOLUCIÓN de Fidel desde dentro y al que le gustan los perros y que al final acaba siendo otra víctima...
... como todas las víctimas, como todas las trágicas criaturas cuyos destinos están dirigidos por fuerzas superiores que los desbordan y los manipulan hasta hacerlos mierda. Ése ha sido nuestro sino colectivo, y al carajo Trotski si con su fanatismo de obcecado y su complejo de ser histórico no creía que existieran las tragedias personales sino solo los cambios de etapas sociales y suprahumanas. ¿Y las personas, qué? ¿Alguno de ellos pensó alguna vez en las personas? ¿Me preguntaron a mi (...) si estaba conforme con posponer sueños, vida y todo lo demás hasta que se esfumaran (sueños, vida y hasta el copón bendito) en el cansancio histórico y en la utopía pervertida?
Leonardo Padura. 'El hombre que amaba a los perros'.
La verdadera grandeza humana está en la práctica de la bondad sin condiciones, en la capacidad de dar a los que nada tienen, pero no lo que nos sobra, sino una parte de lo poco que tenemos. Dar hasta que duela, y no hacer política, ni pretender preeminencias con este acto, y mucho menos practicar la engañosa filosofía de obligar a los demás a que acepten nuestros conceptos de bien y la verdad porque (creemos) son los únicos posibles y porque, además, deben estarnos agradecidos por lo que les dimos, aun cuando ellos no lo pidieran.
Y sí, a Fidel debe juzgarlo alguien. Dios - si existe -, la historia - si su juicio vale para algo -, o el diablo - si el fuego eterno quema -. Porque dio lo que nadie le había pedido y obligó a practicar su engañosa filosofía a los demás.
M.
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