El universo de los apestados, de los que ya ni leen el periódico para no sufrir convulsiones o dolores de cabeza inhabilitantes, es harto complejo, requiere un atrezo especial, una reinvención continua y, en definitiva, una ideario lleno de florituras más o menos coloridas, pero alejadas por completo del pensamiento del común de los mortales.
A mí, como saben mis lectores, los mortales me provocan sueño. Soy una intelectual de pacotilla, sin posibilidad de ganarme la vida diciendo sandeces en ninguna plataforma, pero - aun así - tengo un alto concepto del poder de las ideas y la espiritualidad para transformar el mundo. Una batalla perdida como me recuerdan aquellos que entienden y respetan mis objetivos vitales. El resto no cuentan, no porque me aburran, sino porque hace tiempo que decidí no compartir mis ideas e inquietudes con ellos.
Reflexiono mucho sobre el poder de las palabras, sobre cómo entiendo yo determinados términos y cómo los entienden los demás. Pienso, por ejemplo, en la palabra 'aventura', término que nos evoca a terrícolas vestidos con trajes fabricados con petróleo y manufactura china, que incluyen en su maleta de viaje a la selva o a paraísos perdidos donde todos los turistas - sospechosamente - llegan.
Nada puede aburrirme más. En este tipo de aventuras, además, es necesario formar parte de algo que - para mí - es absolutamente aterrador, el 'viaje organizado'. Días y horas compartiendo confidencias, más bien oyéndolas a grito pelado, porque nadie escucha, sólo emite monólogos insustanciales sobre su vida de nulo interés para nadie.
Cuando veo publicitadas este tipo de aventuras, siento que un escalofrío me recorre el cuerpo, para mí es un castigo divino. Y, como nunca sabes dónde puede llevarte la vida, rezo de forma compulsiva para que Dios me libre de semejante tortura.
¿Qué es para mí una aventura? Buena pregunta y difícil de contestar. Creo - ante todo - que nuestro mayor reto es enfrentarnos cara a cara con nosotros mismos, y para ello se necesita soledad e introspección. No nos enseñan a estar en silencio, ni a aburrirnos, ni a anticipar aquello que debemos temer. En definitiva, no estamos alerta, no observamos, no leemos los signos.
(Tranquilos, que esto no es un blog de autoayuda ni de meditación chusquera).
Me doy cuenta cada día que - como parte de un plan perverso de aniquilación de la personalidad - nos someten a todo tipo de distracciones sin sustancia alguna, para que nuestra voluntad forme un magma compacto con otros destinos que nada tienen que ver con el nuestro. El ejemplo más obvio es el de las redes sociales, donde volcamos lo peor de nosotros mismos, escudándonos en el anonimato y en el volumen del ruido, donde nuestra personalidad se desdibuja inconscientemente.
¿Qué hay que hacer? Bueno, mejor. ¿Qué hago yo para caminar en sentido contrario y crear mi propia aventura? El plan perfecto, del que más orgullosa me siento cuando lo culmino, es leer un libro que lleve aparejada una ensoñación, un tema que me interese, o despierte algo que me reafirme en mi personalidad de outsider.
Por ejemplo, leer 'La cripta de los Capuchinos' de Joseph Roth sabiendo que voy a viajar a Viena, teniendo siempre en mente la hecatombe que supuso para Europa el estallido de la Primera Guerra Mundial, el fin de los Habsburgo, el fin de esa idea de Viena como un compendio de intrigas y romanticismo, un mundo que fue barrido por el viento.
Como una aventurera chusquera y desnortada, suelo mirar el mapa de lo que fue el Imperio Austrohúngaro antes de 1918, antes de que la ambición y la ceguera de los vencedores desmenuzaran los mapas para crear otros monstruosos y sin sentido que condujeron a nuevas desgracias, mayores si cabe.
Y comienzo a deslizarme por la historia de la familia protagonista, los Trotta, una saga vinculada al destino del emperador Francisco José I, el marido de Sissi, ese apuesto enamorado, ese gallardo joven, que en realidad no vio como sus ideas trasnochadas hacían aguas por todas partes, murió antes de que su imperio saltara por los aires.
Cuando paso las páginas de esta novela, llego a convencerme de que ese era el mundo al que yo pertenecía, no a este tan desquiciado y científico. Y me diréis, pero si aquello acabó fatal, si la guerra fue espantosa y acabó con la vida de millones de jóvenes y sembró de tumbas toda Europa. Sí, lo sé, pero esa idea de la catarsis y la demolición de un mundo plagado de imperfecciones me atrae. Nuestro mundo va a acabar también, pero dudo que de la misma forma, vamos a desintegrarnos todos de repente, para dar paso a un nuevo comienzo de oscuridad y tinieblas y - de eso estoy segura - sin ningún testimonio heroico, sin ideales, sin alma. Las máquinas nos han hecho 'libres', y las máquinas nos matarán.
Todas esas turbulencias me quedan lejos, por eso puedo idealizarlas. Las que percibo cada día, no tengo forma de adornarlas, no son una aventura que pueda relatar, son el penoso resultado de la mediocridad humana. La crispación salvaje a la que nos ha conducido la relegación de nuestra espiritualidad al olvido.
En el último capítulo de la novela, el protagonista acude a la 'Cripta de los Capuchinos', ante la certeza de que ese mundo, el suyo, en el que él ha vivido, ya no existe, y - sin tener dotes adivinatorias - intuye lo que está por venir.
Por eso mi aventura, tiene que acabar necesariamente el la Cripta Imperial de Viena, la Cripta de los Capuchinos. Donde descansan personajes que han tapizado mis ensoñaciones y han dado forma al mapa de Europa durante siglos. Habsburgo españoles y austriacos que han sido silenciados, censurados, vencidos y apartados del relato histórico oficial.
Debo ir esbozando otro mapa, el de sus tumbas, el de sus vidas, debo ir marcando en el calendario de la Historia su momento, sus miedos y sus renuncias. Caminando entre sus tumbas, imaginando sus enfermedades y desencantos, llego hasta la tumba de Maximiliano I de México, y es cuando empiezo a llorar de forma desconsolada, porque soy consciente que he culminado mi aventura, he llegado a la cima de la montaña, al cráter del volcán, he comprendido una parte de mí misma, esa parte que conecta con los desventurados de la historia, los que buscaron su aventura, pero nunca llegaron a culminarla.
Este es, queridos lectores, el sentido último del devenir de nuestros destinos. Ese que nos libera del ruido y nos conduce a aquello que nos ayuda a conocernos mejor.
Leed mucho.
M.