domingo, 6 de octubre de 2024

Inteligencia Artificial.

La Edad Media, el Ducado de Borgoña y la pintura de Giotto, no son compañeros de viaje acertados para afrontar soporíferas jornadas de trabajo en una multinacional, son la peor compañía posible.

Otra mala compañía es estar dotada de la sensibilidad suficiente para darme cuenta de que la situación del mundo da un poco de miedo, hay guerras por todas partes y mediocres llevando el timón del barco. Teniendo esto claro, sentir sosiego es harto complicado. Menos mal que ha venido la Inteligencia Artificial (IA) para salvarnos.

Uno de los signos del fin de los tiempos es la proliferación de reuniones de humanos en las que se habla de lo que van a hacer los ordenadores por nosotros. Tareas en las que un humano invertía horas, un ordenador va a tardar menos de un segundo en terminarlas. Tareas (esto es importante) embrutecedoras que no aportan nada para el desarrollo intelectual de los pobres trabajadores – entre los que me incluyo – y que llevan haciéndolas décadas. Ahora no sólo soy vieja, además soy comparable a un esclavo que remaba en una galera romana, entonces - ¡suerte para ellos! – no existía la IA.

Hay algo inquietante en todo esto, esta semana, en una reunión en la que nos contaban lo que se había avanzado en la mecanización de procesos con IA, observaba a aquellas personas que habían liderado estos cambios, su exultante felicidad, su confianza en el progreso, su ceguera, su espantosa ignorancia, y – lejos de enfadarme, o de constatar una vez más su incapacidad para gestionar nada – sentí un miedo cerval, terrible y – para variar – me sentí sola en una guerra que ya sé de antemano que he perdido.

Es terrorífico constatar cómo aquellos que se vanaglorian de liderar el cambio que conducirá a que las máquinas acaben con nosotros, no se den cuenta que ellos también entrarán en algún momento en ese ‘nosotros’. Esto me recuerda – no puedo evitarlo – a la Gran Purga que Stalin llevó a cabo entre los años 1936 y 1938. Grandes jerarcas soviéticos acabaron con un tiro en la nuca o peor. Pocos años antes ni imaginaban que iban a ser las víctimas, porque en esos tiempos no tan remotos eran ellos los que, con absoluta arbitrariedad y frialdad, decidían quien viviría y quien no. Se luchaba por un hombre nuevo, una sociedad nueva, un sol que iba a salir y los iba a alumbrar a todos por igual. Porque – eso es innegable en el caso de la IA, dado que carece de alma – todos los seres humanos somos iguales y debemos luchar contra aquello que nos oprime. Pero… ¿Qué es crecer cuando se carece de alma para disfrutar del aprendizaje de la vida?

Sin cuestionar el progreso y sus beneficios, me surgen dos preguntas, la primera – obvia – es quién y cómo hará uso de esa tecnología y, la segunda, es qué pasará cuando – convencido de que es un dios que puede con todo – el hombre se olvide de que su mayor activo es su espíritu, su alma y su sensibilidad.

Otra reflexión, no puedo incluirla como pregunta, es cómo llegaremos a darnos cuenta de que somos un producto imperfecto de la evolución y que podemos fracasar muchas veces a lo largo de nuestra vida. Tema este nada baladí, porque – llegado un momento no muy lejano – nuestros logros se medirán en cifras, no en emociones, ni en sensaciones, seremos criaturas cuantificables y previsibles en función de sabe dios qué algoritmo matemático.

Decía Tomás de Aquino, que la vida buena es aquella en la que hay equilibrio y carencia de exceso. Asumía que la vulnerabilidad del hombre debía inspirar indulgencia y compasión. Imbuido en un teocentrismo en el que esperar la misericordia de dios era una terapia válida para poder seguir caminando, no cabía otra conclusión posible. Esa terapia del siglo XIII, si la propusiera a cualquier persona con la que colaboro cada día, provocaría su risa y el escarnio público de mi persona, porque el sueño científico ha creado monstruos sin alma. Y por eso hay que andar con pies de plomo.

Es curioso que todas las formaciones (coaching, usando la abominable expresión inglesa) para motivar al pobre sufriente empleado que será sustituido por un ordenador, explotan los mismos lugares comunes que inundan cada discurso de personajes públicos de mayor o menor calado. Debemos seguir una línea ascendente que nos catapultará al éxito, y – si caemos – nos levantamos y tan campantes. Pero… ¿Y si no podemos? ¿Qué pasa si nuestro espíritu crítico no consigue vencer la barrera del desasosiego? ¿Qué pasará? Pues nada querido lector, porque se ha trivializado tanto el concepto de solidaridad que probablemente los versos sueltos acabemos recogiendo basura radioactiva en un vertedero de Bombay. 

Os recomiendo que vayáis al Museo del Prado en Madrid, planta baja, salas de pintura italiana y os sentéis delante del cuadro de La Anunciación’ de Fra Angélico, aunque no tengáis fe en el dios cristiano, aunque penséis que la Edad Media fue un periodo oscuro (que no lo fue) en el que los frailes sólo se dedicaban a quemar herejes (también esto es falso), tomaros la molestia de mirar e interpretar cada gesto de las figuras que aparecen pintadas en la tabla y meditad sobre el fracaso, sobre el futuro y sobre vosotros mismos… Os aseguro que será un camino mucho más sencillo que leer interminables textos en inglés sobre lo importante que es crecer sin mirar nunca hacia atrás, sin trascender, sin ser...

'Anunciación' Fra Angélico (hacia 1425)
Oro y temple sobre tabla
194 x 194 cms
Museo Nacional de Prado (Madrid)

Leed mucho y pensad por vosotros mismos.
M.