domingo, 2 de octubre de 2022

Sociópatas y Primitivos Flamencos.

He decidido crear una liga en defensa de los sociópatas. Una minoría en exclusión que no está siendo protegida (con esto quiero decir subvencionada) por ningún Organismo Público. Sé que es muy complicado, puesto que para mover a los beodos sociales es necesario el consenso de la ceguera, y los sociópatas suelen ser personas críticas, versos sueltos que discrepan contra la mayoría de los que creen a pies juntillas en las frases huecas de lo políticamente correcto.

El otro día, tras asistir a una fiesta multitudinaria en la que compartí conversaciones en diferentes corrillos sobre temas comunes tales como niños adolescentes inadaptados, distintos tipos de Covid19 y fecha de contagio, ventajas del teletrabajo, etc., acabé tan exhausta que, en el camino de vuelta a casa, alguien me dijo: 'Mentalízate, a la gente no le interesan los Primitivos Flamencos’' Y ahí está ¡voilà! la frase clave, la explicación sin necesidad de más palabras.

La falta de interés sobre cualquier tema me produce una perplejidad cercana a la desazón. Con una lengua universal, con miles de libros publicados sobre cualquier disciplina, no parece que sienta nadie interés por nada. Y, lo que es peor, si en tu día a día, sobre todo en el ámbito laboral, dejas entrever que tus intereses son otros, te conviertes en un apestado, en un sociópata, en alguien – para qué negarlo – peligroso. Por esta razón Pol Pot mandó a los Campos de la Muerte a los camboyanos que llevaban gafas.

El comunismo, eso hay que reconocérselo, captó al vuelo que los pensamientos individuales son grietas en el sistema que hay que eliminar. Como dijo Stalin, matar a una persona es un crimen, si es a muchas es una estadística.

Al ir sumando ideas de psicópatas a lo largo de la historia (las malas, se entiende) el caldo de cultivo es terrible, porque se uniformizan los pensamientos y se elimina la disidencia. Uno de los ejemplos más claros de estas intenciones es el Arte (Flamenco), y para explicar mi punto de vista, me valdré de mis reflexiones y notas de las últimas semanas.

La evolución de las técnicas pictóricas, a mi juicio, no es tanto la mejora en los materiales y los soportes, como los avances en el estudio de la perspectiva. Al inventarse la fotografía, el tema dejó de tener misterio, y decidieron romperla, el Cubismo es un ejemplo. Pero antes, hubo miles de años de observación y empeño en plasmar lo más fielmente posible la realidad, una realidad grandiosa (La Puerta de Istar) pero finita. Para los antiguos, el concepto de infinito era aterrador. Para Pitágoras el mal era una forma de lo ilimitado y el bien de lo limitado.

Hasta llegar al siglo XV dC, contar historias fácilmente reconocibles, en entornos finitos/cerrados era una prioridad que anulaba cualquier otra intencionalidad. Pero la acumulación de riqueza, sobre todo en Flandes e Italia, hizo que los artistas comenzaran – sin dejar de incluir escenas religiosas – a experimentar. Sus vidas no eran efímeras, tenían medios económicos abundantes que les permitía dedicar tiempo a crear e innovar.

El pensamiento europeo hunde sus raíces en la filosofía griega. Replanteada y reformulada mil veces de la mano de todo tipo de sabios (las sabias, que las hubo, no pintaban nada), habían comenzado a plantearse lo que el ojo ve, o no ve, la realidad de lo que nos rodea, lo infinitamente pequeño y lo infinitamente grande. Que no dejan de ser incompatibles entre sí. Ahora gracias al microscopio de gran aumento y – en el otro extremo - al Telescopio James Webb aceptamos ambos conceptos con total naturalidad, porque para nosotros es algo ‘tangible, real’. Pero no se trata de tocarlo, se trata de concebirlo, de dar forma a las ideas, y eso es un largo proceso que lleva miles de años. La perspectiva entra dentro de esta evolución del pensamiento abstracto.

Imaginemos que somos artistas (no artesanos) del siglo XV, y nos sentamos – pincel en mano – delante de un lienzo, un soporte de madera que ha sido cuidadosamente elegido y tratado. Ya por sí mismo, el soporte era un objeto de lujo carísimo, que pocos se podían permitir. Uno de estos privilegiados era Giovanni Arnolfini (1400-1472), comerciante italiano afincado en Brujas, que encargó un retrato para él y su esposa a Jan van Eyck, pintor al que se atribuye la mejora y difusión de la técnica del óleo. Años después esta pintura fue comprada por Felipe IV, pero los ingleses la robaron durante la Guerra de la Independencia y actualmente se expone en la National Gallery de Londres.

Jan van Eyck (1434)
Óleo sobre tabla (82x60 cms)
National Gallery (Londres)

Enseguida somos conscientes de que la voluntad del pintor es hacernos partícipes de una escena íntima, nos asomamos – gracias a la perspectiva desarrollada en diferentes planos – a un pequeño mundo de riqueza inagotable, completo en sí mismo, irremplazablemente único. La cualidad de cada persona pertenece a las cosas que le rodean de forma particular y que se pueden tocar y percibir con los sentidos, a los estados de ánimo propios, a una experiencia interior.

Jan van Eyck consigue, superponiendo planos y escenas, que veamos a esta pareja como una inspiración para nuestra quietud y – aunque han pasado casi 600 años – nos mimetizamos con su rubor, con su matrimonio por conveniencia, con su hogar lleno de comodidades, cálido e inspirador.

Por eso, como parte de un ritual de meditación íntima, me acerco al Museo del Prado cada semana, y escojo uno de los cuadros que compartieron espacio en el Alcázar de Madrid con este de ‘Retrato de Giovanni Arnolfini y su esposa’ (1434) y, sin darme cuenta, salto desde un mundo enloquecido donde nadie – efectivamente – muestra interés por los Primitivos Flamencos, a otro en el que todo obedece a un orden estudiado, meditado y tranquilo.

Sé que hace 600 años el mundo era un lugar turbulento, donde unos pocos oprimían a unos muchos. Pero de todas esas historias que nos han contado, ya no sé cuáles son verdad y cuales pertenecen al mundo de las ideas, pero no las de Platón, sino las que quieren que tengamos para someter a nuestra inteligencia a una pobreza simplista.

En esta superposición de planos en perspectiva, de la mirada a través de ventanas y trampantojos, del continuo simbolismo que nos lleva a un infinito que se intuye, pero no se concibe, nutro mi filosofía vital sociópata, la que anhela ser reconocida como un grupo social en riesgo de exclusión.

Digo esto último porque la modernidad nos ha brindado los medios para dejar de sumar perspectivas, para dejar de imaginar y estudiar la obra de arte en base a ideas sublimes. Al crear obras de arte – cualquiera que sea el soporte – ya no hacemos uso del bagaje intelectual de siglos. Hemos roto con todo y convertido el Arte – que influye muchísimo en el pensamiento social – en una herramienta de propaganda, de necesaria mimetización con las ideas (casi siempre políticas) del artista, en muchas ocasiones un iluminado que proyecta el pensamiento vacuo de los agentes que nos dirigen.

No es un requisito, al observar ‘La Anunciación’ de Robert Campin, saber nada del pintor, de su entorno, de sus ideas… Es imprescindible cuando te enfrentas a cualquiera de las obras que se exponen en Arco y en la mayoría del Museo Reina Sofía. Porque la ruptura con la perspectiva, con la búsqueda de la perfección que obsesionó a los antiguos, ha dado paso a un sentimiento simplista que busca convencernos de la individualidad de las ideas, no de su universalidad.

La Anunciación
Robert Campin (1420-25)
Óleo sobre tabla (76x70 cms)
Museo Nacional del Prado (Madrid)

En su quinta vía para demostrar la existencia de Dios, Tomás de Aquino afirmaba que cada ente sigue un orden, tiene una esencia fundamentada en la suma aprendizajes, de causas finales. Esto sólo es posible si hay un ser inteligentísimo, Dios.

Tal vez sea esta la razón, equiparable a llevar gafas en la Camboya de Pol Pot, por la que - de una forma sutil - nos están despojando de nuestra espiritualidad y trascendencia. Sembrando el caos mental que dará paso a la creación de un nuevo mundo, que – para qué negarlo – equivale a la idea de infinito aterrador que tenían Pitágoras y Aristóteles.

De ahí que no resulte extraño ver a turistas en el Museo del Prado disfrazados del Capitán Cook, con sombrero de explorador incluido y botas de montaña. Porque poco a poco, y de forma imperceptible, nos estamos asomando a un mundo lleno de peligros, y es necesario estar vestidos para la ocasión.

Leed mucho,
M.

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