sábado, 18 de diciembre de 2021

Filomeno vs Filomena.

Hace poco me explicaron por qué a los fenómenos meteorológicos más destructivos se les pone nombre de mujer, y a los que rozan levemente las costas dejando unos agradables vendavales sin mayores consecuencias, se les asocia con términos varoniles. Perpleja me quedé al no observar movimiento reivindicativo alguno en las calles. A mí me parece que la idea que subyace es que las mujeres no dejamos títere con cabeza allá por donde pasamos.

La explicación es que los nombres femeninos se fijan más en el cerebro, con lo cual, al ver el remolino del huracán enseguida te resguardas en el sótano.

Yo - como no podía ser de otra manera - discrepo totalmente. No sé nada del funcionamiento de la mente humana, pero si leo en la prensa '¡viene el temporal Rogelio!', me pongo más nerviosa que si el titular es '¡atentos que llega Ana!'. Si nos ponemos ya a innovar nombres, estoy segura que con algunas denominaciones nos sentiríamos completamente aterrorizados, muertos de miedo. Eso me pasa a mi, sin temporal ni nada, cuando le pregunto a un niño/a pequeño/a su nombre en el parque y soy incapaz de entenderlo, no por la lengua de trapo, más bien porque roza lo gore.

Pobres criaturas a las que sus padres les colocan un nombre asociado a la naturaleza, al ecologismo o a una diosa (inexistente) que lanzó un rayo a los invasores de Raticulín. Aunque mis favoritos son los que tienen truco, el colmo de la originalidad paternal, me refiero a los nombres de pila que significan algo en otro idioma. Leed las revistas del corazón, están plagadas de casos. La emocionada madre dice que 'Kaituli' significa amapola en birmano. Algunas veces, por simple curiosidad, he tecleado en el traductor 'amapola' y me ha devuelto otra palabra, tal vez no se documentaron bien, o el traductor no estaba atinado ese día. 

No quiero sacar pecho ni ser una patriota de pacotilla, pero los nombres castellanos de toda la vida son preciosos, o a mi me lo parecen. Pero me estoy quedando sola en esta apreciación, como en tantas otras. Menos mal que la soledad bien llevada es un alivio.

Filomena, un nombre anticuado pero muy español, dio nombre a una borrasca que asoló el centro de España a comienzos del año 2021. Hubiésemos fijado igual su nombre en nuestro cerebro de haberse llamado Filomeno, quizás más, porque a mi el nombre (en masculino) me recuerda a Filemón, el jefe de Mortadelo, trabajador a tiempo completo de la T.I.A., que siempre volaba por los aires al final de cada historieta y fracasaba persiguiendo al causante del estropicio (Mortadelo), porque este último se disfrazaba con pasmosa habilidad.


Al tener en la cabeza a Filemón explotando, cayendo de un precipicio, o cualquier percance que imaginarse pueda, afirmo que hubiese sido 'Filomeno' un nombre mucho más adecuado para referirnos a la borrasca antes mencionada. De nuevo la historia me ha ignorado. 

Algo así debía tener en la cabeza Gonzalo Torrente Ballester cuando escribió la novela 'Filomeno, a mi pesar' en 1988. Un libro que estoy releyendo como prueba de que los años se me echan encima, al sentir continuamente la necesidad de revivir momentos que considero dignos de traer al presente. Tengo que comparar si ahora - con más páginas leídas y escritas a mis espaldas - percibo matices diferentes al revisar mis memorias dentro de una nebulosa donde ya no sé qué es real o inventado, cuándo entro yo como protagonista (las menos de las veces) y cuándo me arrastra la corriente (casi siempre).

Decía que el asunto de los nombres no debió ser consideración de poca monta, es - de hecho - el eje de toda la trama, el gran lastre del protagonista, y - a su pesar - el amuleto que le protege de la mediocridad y de los desastres del siglo XX habidos en España y fuera de ella. No hubiese podido sobrevivir a tanto despropósito de llamarse 'amapola' en idioma birmano, de eso estoy segura.

Filomeno es el alter ego de Torrente Ballester, el vehículo del que se sirve para contar, a su manera pausada y lúcida, todo lo acontecido desde la década de los años veinte del siglo XX (cuando comienza a tener uso de razón), hasta comienzos de los años cincuenta. Esos años en los que Torrente Ballester, escribiendo a voluntad, dio forma a un libro que se lee sin esfuerzo porque se nota desde la primera página que el dominio del vocabulario y el desarrollo del argumento son propios de un maestro. Tanto, que considero que su objetivo era la obtención del Premio Planeta, y manejó la trama y los tiempos con tal fin, porque hay algunos giros que - sin esto en la cabeza - no se entienden. Debía tener claro que, para deslumbrar al jurado de cualquier premio, no se trata de ser el mejor, se trata de dejarse arrastrar por lo que te va dictando el ambiente. 

Dos tercios de la novela relatan los avatares en la vida Filomeno Freijomil, su infancia en un pazo portugués, la relación con su abuela y su padre, su viaje vital por Madrid, Lisboa, Londres y París, sazonado con los acontecimientos de los que es testigo involuntario, dictadura de Primo de Rivera, República Española, Guerra Civil, Segunda Guerra Mundial (el siglo XX dio para mucho, y casi nada bueno). Sus amores y amistades con personas devastadas por el tiempo que les tocó vivir. Pero de repente hay un giro comercial extraño (de ahí el comentario del párrafo anterior), tras la Guerra Civil, Filomeno se asienta en un pueblo remoto de su Galicia natal y comienza una vida intelectual y bohemia muy ecléctica, lo que le sirve para ridiculizar el recién nacido régimen franquista, sus múltiples contradicciones y mojigaterías, un tema muy del gusto de los lectores de los años ochenta del siglo XX, y que además él dominaba a la perfección, no tuvo que hacer ningún esfuerzo para adaptarlo a este libro y así cerrar el círculo de la vida de Filomeno. Torrente Ballester ya había escrito magistralmente sobre esto entre 1957 y 1962, cuando se publicaron los tres volúmenes de 'Los Gozos y las Sombras'. Si leéis el libro enseguida os daréis cuenta del giro en el estilo y cómo pretende concluir el argumento de una forma brusca, como si al comenzar a escribir hubiese planeado otra cosa a la que no supo darle forma y decidió cortar por lo sano concluyendo sin más.



Hecha esta pequeña crítica constructiva, afirmo que - sin duda - es un libro soberbio, maravilloso, un desafío para comprender el siglo XX, por una razón bien simple, su autor no fue un sectario, y desmenuzó con sobriedad y lucidez todo lo que otros inventaron para crear súper hombres que acabarían devorados por la estulticia y la violencia. Ese tubo de ensayo que fue el siglo pasado, es -bajo el microscopio de Torrente Ballester - una lección que no hay que desterrar de nuestra mente.

Otro recurso narrativo curioso es el del desdoblamiento de la personalidad, ese otro yo mejor que creemos ser, y que debe tener otro nombre para no dejar rastro de nuestra no siempre feliz vida. Filomeno Freijomil se vale para ello de su segundo nombre, Ademar de Alencastre, descendiente - por la rama portuguesa - de la Casa Lancaster, una de las contendientes en la Guerra de las Dos Rosas (1455-1487). Sus recuerdos más felices están asociados a este nombre portugués en el que siempre se refugia en busca de paz y respuestas, porque con el paso de los años renunciamos a comprendernos y las consecuencias de nuestros actos nos conducen a un callejón sin salida.

Antes comentaba que este libro ya lo había leído hace años, y me ha resultado curioso ver cómo hay cosas que recordaba perfectamente y otras ni tenía conciencia de haberlas leído jamás. Hay un personaje que atrasa el reloj para manipular su vida, como si lo vivido ya no hubiese pasado, eso lo recordaba perfectamente. Pero otras reflexiones, sobre las guerras, sobre Hitler, al que compara con la Inquisición Española, dejándose arrastrar por las ideas de la Leyenda Negra, su desapasionamiento a la hora de juzgar los mil desgraciados avatares de los que es testigo desde Londres y París, todo esto casi lo había olvidado. También el final, abrupto y conscientemente ambiguo.

Filomeno concluye su relato volviendo a su pazo portugués, a sus recuerdos infantiles con su niñera y su abuela, a su otro yo, a ese al que recurrimos para huir de lo que nos atormenta sin remedio, al que no ve la mediocridad y la crueldad, afirmando rotundamente que nuestro nombre es parte del mapa que nos guiará a lo largo de los años. Por eso, que éste sea absurdo, sólo complica más lo ya por sí incomprensible.

Leed mucho.

M.

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