sábado, 15 de octubre de 2022

Reflexiones sobre el silencio...

Tras años de vida laboral, conversaciones aquí y allá, reuniones, fiestas y todo tipo de encuentros sociales, he llegado a la conclusión – obvia por otra parte – de que la gente NO escucha. Las conversaciones se convierten en una cacofonía de lugares comunes bastante aburrida, sólo se oyen distintos tonos de voz, pero nada aprovechable.

Esto es un condicionante muy pernicioso para el avance de la humanidad. Llevado a la reflexión personal, y aplicado a mi vida diaria, afirmo que desarrollar ideas maduras y brillantes en una reunión de trabajo es una tarea titánica. Cada persona cuenta lo que le parece sin tener en cuenta la opinión de los demás, las ideas se sacan de contexto y – llegado un momento, cuando ya ni alzar la voz sirve – la frustración y el griterío frustran cualquier intento de exponer tus conclusiones.

Pensaréis que lo invento, pero este pensamiento me ha venido a la cabeza porque hoy, paseando por Madrid, ha llamado mi atención una mujer que iba hablando con sus perros, les urgía a hacer sus necesidades porque tenía una reunión importantísima. No era una loca, ni mucho menos, les contaba con todo lujo de detalles los puntos que iba a tratar, la estrategia de inversión – bastante sesuda y fundamentada – que proponía para acabar el año con beneficios, y hasta llevaba unos papeles para hacer un ensayo previo. Esta mujer es un genio, una visionaria sin precedentes, ya se ha dado cuenta, con algo menos de 30 años, que los únicos que van a escucharla son sus perros.

Esto viene de lejos, aunque la modernidad ha empeorado la situación, grandes pensadores cuyas ideas han cambiado el curso de la historia eran personajes solitarios, encerrados en sus ideas y en sí mismos. Si Agustín de Hipona, Tomás de Aquino, Kant, Fleming, Pasteur, Alba Edison, Ramón y Cajal… (nombres aleatorios que me vienen a la cabeza) hubieran trabajado en equipo, ahora mismo estaríamos ya dirigiéndonos al agujero negro que hay en medio del universo y no se hubiese inventado ni la rueda.

El cine y los cursos empresariales de autoestima y alto rendimiento han sido muy perniciosos para el fomento de la cacofonía improductiva. He asistido a decenas de cursos en los que se habla del trabajo en equipo, de compartir con los demás el conocimiento y el progreso, de las sinergias para generar ideas…, todo es basura. De verdad, creedme, no exagero. Las frases grandilocuentes me sacan de quicio, el ejemplo más obvio es: ‘sólo fracasa el que no intenta nada’, otra también patética, muy ad hoc para el tema que estoy desarrollando, ‘haz oír tu voz’. ¿Cómo? ¿Comprando un megáfono? Ya ni los venden.

Otra reflexión sobre los gritos sin eco e improductivos es que, si alguien se toma la molestia de escucharte, sin duda alguna sacará tu comentario de contexto y lo usará en contra tuya cuando menos lo esperes. Esto se basa en la expansión del método estalinista de ‘espionaje simpático’. Stalin (gran aficionado a las películas del oeste americanas) tenía una dacha, casa de campo, a las afueras de Moscú. Cada noche invitaba a miembros del Partido Comunista a ver las películas y a hablar con él de forma distendida. Los efluvios del alcohol hacían que se dijesen cosas inconvenientes, el propio Stalin preguntaba por los chascarrillos a pie de calle, como un abuelete simpaticón. Tomaba nota mental de todo, y llegado el momento, usaba toda esa información para purgar a los mencionados en esas charlas, de los que nunca más se volvía a saber. Su propia esposa, Nadezhda Alilúyeva, describió comportamientos de sus compañeros de universidad, que – la duda ofende – acabaron desapareciendo sin dejar rastro. Se suicidó del remordimiento.

Esto, que parece exagerado, es el método que se usa en la actualidad para eliminar elementos perniciosos en el mundo laboral. Típicas reuniones de brainstorming en las que se anima a los empleados a desahogarse con la excusa de que conociendo la realidad se crece (hay frases importadas de las charlas de Steve Jobs en Ted que sirven para dar fuelle a los encuentros). Si algún joven que comienza ahora a trabajar (no importa en qué) me está leyendo, mi consejo es que no caiga en la trampa de hablar, porque será eliminado, sus comentarios serán usados en su contra cuando menos lo espere y su futuro será – a partir de ese momento – incierto. Lo sé por propia experiencia.

Debéis repetir públicamente los mantras dictados por la dirección y, cuando los demás comiencen a hablar sin escuchar al resto, coged el móvil y leed en Wikipedia la vida de Aristóteles, la cría de caballos en fincas de regadío en Extremadura o cualquier otro tema que despierte vuestro interés. Yo suelo leer el ¡Hola!, porque me distraigo y no requiere mucha concentración.

Los temas de mayor calado lo dejo para momentos de silencio e intimidad, que no son demasiados.

Toda esta introducción viene a cuento porque, tras recobrar el control de nuestras vidas tras la pandemia del Covid19, he comenzado a viajar, a ir a eventos sociales y a tomar contacto con muchas situaciones no vividas en los últimos dos años y medio. Y en este nuevo comienzo, tras el esfuerzo ímprobo por crear mi propio espacio y no dejarme arrastrar por la sinrazón, he dejado de escuchar, o mejor, escucho y leo sólo lo que me interesa.

Esta actitud, que a los ojos de los demás se definiría como indiferencia, me convierte en alguien peligroso con el que es difícil lidiar. Para los mediocres obedientes, la mayor amenaza no es la subversión (que se puede sofocar) es la indiferencia. Contra el indiferente nada se puede hacer.

En mis silencios, cuando asisto a reuniones absurdas que no solventan nada digno de mención, me observan con terror, porque ya no tienen argumentos ni palabras mías que usar contra mí fuera de contexto para apartarme.


Y, debo decirlo, soy absolutamente feliz. Me importa un bledo la cotización de la acción de la empresa en el Ibex-35, si los tipos de interés suben, si la mantequilla es cancerígena, o si los caballos de Extremadura enferman de peste. Me siento como una de las heroínas de las novelas de Jane Austen, por ejemplo Emma. Una joven que se divierte haciendo de casamentera (en mi caso esto se traduce en la adicción a la lectura de la revista ¡Hola!) y escribiendo diarios absurdos por la noche, mientras el resto de sus vecinos se pelean por cosas ridículas. No sé si las mujeres hemos hecho bien en entrar en el juego por la supervivencia, sé que es políticamente incorrecto decir esto, pero somos terribles cuando decidimos combatir con las armas que los hombres llevan usando milenios. Como ya he dicho en este blog, nos irá mejor cuando creemos nuestro mundo a nuestra imagen y semejanza. Tal vez, en ese nuevo escenario por venir, se escuchen las ideas de los demás y se aprenda a crecer en silencio.

Hoy no he hablado de arte ni de literatura, he hecho – como la mujer que hablaba con sus perros – un ejercicio de reflexión con la esperanza de que alguien me escuche.

Leed mucho.
M.

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