miércoles, 25 de diciembre de 2024

Raros como yo.

Juan Manuel de Prada publicó un libro en 2023 titulado ‘Raros como yo’. Él se considera raro porque, en este mundo de incultos e idiotas, una mente privilegiada e inquieta como la suya tiene difícil aceptación, lo sabe, y le da exactamente igual. Esta actitud suya va unida - en un mundo insustancioso – a adjetivos como prepotente, soberbio, facha (el conocimiento debe compartirse, ser uniforme y jamás disidente), aburrido y – en definitiva – tarado mental.

Ser tarado, no obstante, conlleva recorrer un camino empinado, un proceso de superación de etapas no apto para débiles y conformistas. Debes observarte, valorar los errores cometidos y comprender que lo que escuchas alrededor es ruido inaprovechable, una vez asumido, poco/nada de lo que sucede (se excluyen desgracias personales) te desestabiliza. En la tarima de la locura se rejuvenece porque ya todo es irrelevante. Pero, aviso, para llegar a este punto hay que tragar tantos sapos indigestos que pueden llegar a matarte. Es un proceso iniciático no apto para personas poco/nada inquietas intelectualmente, para estas últimas aconsejo que se dejen llevar y se crean a pies juntillas los mantras huecos, la música gregoriana de nuestros días.

Desde los comienzos de la literatura escrita – aconsejo para profundizar sobre este particular la lectura de ‘El infinito en un junco de Irene Vallejo - el tema más repetido, sobre el que más se ha escrito, ha sido el de la lucha de los diferentes y los apestados por defender su verdad. Aquellos que han percibido con absoluta claridad el tufo de la mentira y la hipocresía que impregnan las agrupaciones humanas.

Cuando viajamos y vemos las cuatro piedras que quedan de civilizaciones antiguas, lo primero que lamentamos es que quede tan poco, pero lo que no sé es cómo queda algo, porque llevamos dándonos mamporrazos desde el origen de los tiempos. Y tras mucho pensar, no creo que se deba a la ambición y violencia que anida en el ser humano, yo creo que se debe más bien a la estupidez y la cortedad de miras.

Ahora, en Navidad, todas estas certezas se hacen más patentes. Certezas de cómo la ceguera humana se orienta a la anécdota, a los temas más abstrusos que imaginarse pueda. Uno de ellos es demonizar el consumo, como mantra de la intelectualidad hueca. El consumismo (del que todos somos víctimas) es el demonio, el capitalismo, la base de todos los males. Por un lado, nos sirve para explicar de forma chusca la falta de solidaridad (que ya dura millones de años) y por otra, ayuda a determinados grupos de poder a afear el comportamiento de los poderosos, los ricos, lo que llenan de insolidaridad el mundo.

Ambas posturas son ridículas porque, para que cada día, al levantarnos, tengamos un plato de comida sobre la mesa, es necesario que consumamos lo más posible, sea de lo que sea, así funciona todo, esa es el secreto del sistema económico.

Dice Juan Manuel de Prada que, es una vez demonizas a una parte de la sociedad, la otra – los débiles y oprimidos según estos criterios – se convierte en el ejército de exaltación de la demencia, no puedo estar más de acuerdo.

Una de las pruebas más evidentes de la ligereza intelectual sobre la que se asienta nuestra sociedad (occidental, las otras no lo sé) es la actitud de los visitantes de museos. Pienso en la National Gallery de Londres, siempre que voy a Londres visito este museo, no me interesa toda la colección, sólo la parte de pintura italiana de los siglos XIV y XV, y el Díptico de Wilton, por el que siento una especial atracción porque el comitente de este – además de ser un personaje ‘raro y maldito’ – nació el mismo día que yo. No necesito ver más cuadros, porque el arte es una experiencia comunicativa, y las obras deben transmitirte algo. Por muchas veces que haya estado frente a cuadros como el ‘Bautismo de Cristo’ de Piero della Francesca, nunca experimento las mismas sensaciones, porque es otro momento de mi vida, otra mochila de acontecimientos a mis espaldas, otra aproximación a su geometría reconfortante.

'El bautismo de Cristo'
Piero della Francesca
Temple sobre tabla (167 cm × 116 cm)
National Gallery (Londres)

Pero mientras yo observo el cuadro (soy rara), a mi alrededor revolotean enjambres de moscas que miran, pero no observan, porque su objetivo es ir de un lado a otro acumulando experiencias de las que no buscan más que eso, el recuerdo de un fin de semana en Londres, fin. No hay ni sentimiento religioso porque, como dice la canción de George Michael, ‘Praying for time’, Dios dejó de llevar la cuenta de nuestros actos (God's stopped keeping score) y no piensa volver, porque no tiene razones para ello (he can't come back 'cause he has no children to come back for).

Dar la espalda al cuadro de Piero della Francesca nos convierte en coleccionistas de experiencias carentes de pasión, porque este acto es también parte de la pérdida de la fe en Dios, de eso que estuvo, pero ya no está con nosotros. Ahora nosotros interpretamos el mundo mejor, ni siquiera intuimos que hay algo que nos supera y que - a veces - debemos descansar de nuestras ínfulas megalómanas.

Los raros – como yo – buscamos misterio detrás de las pinceladas de un cuadro, nos interesamos por su vida, pese a ser un objeto inanimado. Lo que nos responde carece de relación de causalidad, de fórmula de progreso, de utilidad. Porque como el misterio de Dios, su venida a la tierra, su infinita misericordia y paz, sólo se puede comprender tras mil caídas, tras desengaños y sufrimientos. No se entiende en el mundo del espectáculo, del ruido y del progreso.

Porque para crecer, hay que recordar que, por mucho que avancemos, hay sentimientos que sólo se esconden en los recónditos lugares del alma.

Feliz Navidad.
M.