jueves, 23 de marzo de 2017

Verdún y el olvido de los verdaderos HÉROES.

Hace cien años (¡CIEN AÑOS!), Europa se encontraba enfangada de lodo y sangre a causa de la Primera Guerra Mundial. Sí, esa guerra que por su obsesiva manía de triturar a seres humanos sin piedad, hemos olvidado. O nos han hecho olvidar. ¡Quién sabe! 

Hay episodios por los que se pasan de puntillas, y otros se magnifican machaconamente. Véase la Inquisición Española. Alemanes, franceses e ingleses insisten en su literatura, cine y vida diaria en recordar este episodio - truculento, qué duda cabe - de forma maligna e incisiva. Pero pasan por alto cómo su afán de dominar el mundo, su xenofobia y su imperialismo desmedido llegaron a su punto álgido en 1914, cuando iniciaron con toda frialdad un conflicto al que enviaban a niños a ser triturados, gaseados y eliminados de la faz de la tierra de forma industrial y sin ningún atisbo de remordimiento. Es lo que tiene intentar dominar el mundo. (¡Atentos! ¡La cosa sigue igual!)

Esos héroes fueron olvidados y ninguneados. Sus huesos -algunos sin identificar - reposan en campos donde el silencio es abrumador, esa quietud que te anula y te conmueve, mientras paseas por las filas de cruces. Filas de vidas segadas por la ambición y el desprecio de otros. Reconozco que cuando paseé por el sitio de la Batalla del Somme lloré desconsoladamente. Lloré por el olvido, porque a los verdaderos héroes, nunca, jamás, nadie los recuerda. 



¿De qué sirven esas celebraciones institucionales? De nada, porque nadie se ha sentado a pensar en la inconmensurable tragedia que es tener 18 años y pasarte meses en un trinchera con el único objetivo de matar, matar y matar sin estrategia a alguna a otros desgraciados como tú. En esto se resume todo. Y cuando más leo sobre la Gran Guerra, más claro lo veo. Es así de sencillo.

Hace dos años viajé a Flandes, a sus campos, donde crecen las amapolas, fila tras fila, sobre las tumbas de esos héroes. En Ypres y en El Somme me encontré un espectáculo truculento, una mezcla de desolación y folclore que es el signo de nuestros tiempos. Por una parte miles de personas yacen desde hace cien años bajo cruces de madera para toda la eternidad. Por otra, otros cientos se hacen selfies con el teléfono móvil, sin un atisbo de respeto hacia unos niños obligados a envejecer prematuramente, sometidos a la ceguedad y la indiferencia de las grandes cabezas pensantes de principios del siglo XX. Esas que - como Sonámbulos - metieron a Europa en un conflicto que nadie entendía, pero que todos alimentaban. Carne joven y móviles de cuarta generación cien años después.

Desde aquella sobrecogedora visita tomé como algo personal rendir un tributo a aquellos hombres, leyendo libros sobre la contienda y viajando a otro de los escenarios más cruentos de la Guerra, Verdún, en la región de Lorena (Francia). Donde se libró la más mortífera batalla de la contienda. Doscientos cincuenta mil muertos. Silencio. Hay que reflexionar sobre esto. 

Mucho se ha escrito sobre esta batalla, y documentales (si buscáis en Youtube) hay miles. Desde febrero hasta julio de 1916, alemanes y franceses lucharon en este saliente del frente dominado por fuertes que eran tomados alternativamente por uno u otro bando. La estrategia era simple, se lanzaba a gente a la desesperada, se tomaban unos metros y vuelta para atrás al día siguiente. Hasta que la cosa no dio de sí, claro. Un ser humano con una media de veinte años no se genera así como así. Primero tienen que pasar estos años, alimentarlo, vestirlo, hacerlo persona, engañarlo para ir a la guerra o amenazarlo. Y claro, esto no se hace con una maquinita, los recursos llegan donde llegan. Total que la masacre, una vez acabada la carne picada, quedó ahí.

Hoy hay un mausoleo y un osario donde se acumulan huesos anónimos. En un acto de civismo decidieron que tanto ganadores como perdedores eran víctimas, y les hicieron un depósito para su restos. Probablemente no querían gastar el dinero en esto, y así mataron dos pájaros de un tiro. Ojo que esto es muy típico de los gobernantes, gestionar la grandilocuencia vacía de contenido con la subsiguiente distracción de dinero para otros fines. 

Pues bien, si pensáis que en Verdún todo es un homenaje a los caídos, donde el Gobierno Francés ha dotado de 'grandeur' a un espacio ocupado por las malas hierbas tapando los impactos de lo obuses, chasco del bueno que os vais a llevar. Francia, al igual que el resto del mundo, ha olvidado Verdún. No cuadra con el modelo actual de diversión, el del espectáculo jovial y sin contenido. Por eso es mejor dejar las cosas como están, ofrecer un mínimo de diversión y así pasamos de puntillas sobre el demoledor juicio de la historia.

Por eso os recomiendo que vayáis y hasta que lloréis, es bueno. De paso os leéis dos libros imprescindibles. Uno es "Sonámbulos" de Christopher Clark. Otro "Cañones de Agosto" de Barbara Tuchman. 

Sobre novelas os hablaré, porque hay pocas, pero realmente buenas.

Y ahora a reflexionar.
M.


«En los campos de Flandes
crecen las amapolas.
Fila tras fila
entre las cruces que señalan nuestras tumbas.
Y en el cielo aún vuela y canta la valiente alondra,
escasamente oída por el ruido de los cañones.
Somos los muertos.
Hace pocos días vivíamos,
cantábamos, amábamos y éramos amados.
Ahora yacemos en los campos de Flandes.
Contra el enemigo continuad nuestra lucha,
tomad la antorcha que os arrojan nuestras manos agotadas.
Mantenerla en alto.
Si faltáis a la fe de nosotros muertos,
jamás descansaremos,
aunque florezcan
en los campos de Flandes,
las amapolas».

John McCrae
3 de Mayo 1915 (2ª Batalla de Ypres)


domingo, 19 de marzo de 2017

Ruslán camina por Gran Vía

La prensa es un asco. Así directamente. Los periodistas escriben sin rigor, sin conocimiento ni coherencia. En esto – mal que me pese – tengo que dar la razón al teatrero de Trump, gran parte de los desencuentros y movidas sociales están generadas por la inconsciencia y temeridad periodística.
Cuando lees algo agradable, lleno de sentido y sorprendente, es obra de alguien que no se dedica al periodismo, tiene otra profesión, o es - sencillamente - escritor. Hilvanar las palabras, darles forma, mostrar un todo lleno de armonía y chicha es un don que bebe de dos fuentes, una la propia sensibilidad de la persona y otra su bagaje personal por este mundo, su capacidad para observar. 

Hay personas que viajan a Bután y lo más que dicen es que todo resultó 'muy bonito', otras como Elvira Lindo son capaces de reflexionar sobre la calle en la que trabajan cada día, y eso sin moverse ni un centímetro de su rutina. Su descripción de la Gran Vía de Madrid y sus sensaciones me hicieron pensar. He paseado tanto por Gran Vía, ha sido mi sustento neuronal durante diez años. Cada tarde, caminando hacia casa, me perdía entre gente de todo tipo, me mimetizaba sin objetivo ni pretensión. Era simplemente uno más deslizándome por un lugar que rezuma pulso y vitalidad. Recuerdo haber oído que todo lo acontecido en España en los últimos cien años ha tenido como escenario la Gran Vía, revueltas, guerras, desfiles, bodas, movida madrileña... Un todo heterogéneo y visceral. No sólo es la propia arteria de Madrid, son los aledaños, las calles que desembocan allí, los callejones, las almas que deambulan por un decorado espontáneo y lleno de una esperpéntica e inclasificable vitalidad. 

Es cierto lo que dice Elvira Lindo, que está perdiendo su castiza esencia, ese toque español teñido de falsa internacionalización cosmopolita. Ahora es un decorado de tiendas que producen objetos de usar y tirar a un ritmo trepidante, y que, sin que nos demos cuenta, nos obliga a renovar cada año nuestra ropa, nuestra casa y - si nos descuidamos - hasta nuestra propia alma. Nadie, por ejemplo, cuando llega la Navidad se le ocurre irse a otro lugar que no sea la Gran Vía. En verano, con un calor de justicia, si alguien habla de tomar cañas, lo primero que se le viene a la cabeza es una terracita por los alrededores del Centro. Pensar otra cosa es un sacrilegio. Alcaldes de toda ideología han intentado dotar de espacio vital a los peatones, con éxito desigual, por no decir fracaso. Porque que la calle del Aguacate sea una cochambre, da igual, pero la Gran Vía es el corazón del bullicio y la vida de Madrid. 

Y así, plas, un día estoy leyendo un libro sobre los campos de concentración estalinistas, y asocio la mansedumbre de los presos y la obediencia ciega de los perros guardianes (argumento de la novela) con los seres humanos que desfilan cada día por la Gran Vía. Y entonces, sin ser alarmista, me doy cuenta que de una forma u otra, el hombre se somete voluntariamente a cualquier tipo de tiranía o uniformidad sin poner apenas resistencia. Desfila como una bestia mansa (un perro) allá por donde lo hacen los demás. Y eso, he aquí lo sorprendente, le hace sentirse libre. A mi la primera. 



Sí, es exagerado comparar una avenida llena de vida con un campo de concentración en medio de Siberia, vale, me he pasado. Parece que estoy igualando la tierra de la abundancia con recintos repletos de harapientos muertos de hambre rodeados de perros adiestrados sin criterio propio. Pero no, no lo hago. Esa es la lectura fácil. En realidad lo que quiero decir es lo contrario, nos sentimos libres porque, sometidos al criterio de la masa, nos sentimos dotados de libre albedrío. Somos sorprendentes. Nos sentimos libres cuando menos lo somos. 

Si leéis 'El fiel Ruslán' de Gueorgui Vladimov, espero que entendáis lo que quiero decir. ¿Qué parte de nosotros es nuestra propia y qué parte nos graban cada día a sangre y fuego? ¿Cómo transmitimos nuestra crueldad a lo que nos rodea, a los animales a otros humanos? ¿De qué forma? Cuando andamos por Gran Vía, ¿qué parte de nosotros es la que nos dirige a Primark como si fuésemos autómatas?

Últimamente lo que veo y leo sobre nuestro mundo me lleva a pensar cosas extrañas. No puedo evitarlo.
Leed mucho.
S.