lunes, 29 de agosto de 2016

El cenáculo mágico de Milán.

Nada nuevo bajo el sol. Italia, lo he defendido una y otra vez, es lo mejor de Europa. Inigualable e inconmensurable. Brilla, reluce y deslumbra incluso a nuestros vecinos del norte, porque – mal que les pese – en Roma y su portentosa cultura reside el germen de cada uno de nuestros pequeños y grandes detalles cotidianos. 

Estocolmo, Amsterdam, Londres, Copenhagen… son bonitos, civilizados, pero no arrolladores. La desnudez de sus iglesias transmite frialdad y fanatismo. Carecen de delicadeza. Nosotros, ¡oh! habitantes del sur, rebosamos sentimientos y nunca hemos tenido inconveniente en expresarlos a borbotones.

Por ello nada mejor que coger cuatro cosas y dirigirse a Milán para pasar unos días. Cada piedra, cada lugar nos hará sentirnos especiales. Antes de seguir, en nuestro esquema mental nunca podemos perder de vista lo que somos y de dónde venimos, qué nos hace ser tan próximos a los italianos y qué razones han hecho que sigamos otorgándonos mutuamente doce puntos en el casposo Festival de Eurovisión año tras año, como manifestación de los profundos lazos que nos unen. Una reflexión más profunda aun, ¿por qué, durante el Imperio Romano, permitieron que personas nacidas en la Península Ibérica (entonces España como tal no existía) fueran Emperadores Romanos, llegando a ser importantísimos en el desarrollo de la Historia? Cosa que no sucedió con otras regiones conquistadas. ¿Por qué? Ahí dejo la pregunta.

Otra reflexión más, tuvimos reyes comunes, el sur de Italia (Reino de Nápoles) estuvo durante siglos bajo dominio español y no nos guardan ningún rencor. Es más, Nápoles está salpicada de calles con nombres de ilustres personajes ibéricos. Sin embargo a austriacos y franceses los odian con toda el alma. Por no extenderme, y si queréis profundizar sobre el tema, os recomiendo que leáis sobre el Papado en Avignón y la Unificación de Italia, dos pinceladas de una historia de siglos plagada de desencuentros.

Por entrar en materia, Milán y sus secretos. No hablaré de la Catedral ni de San Ambrosio, porque es lo habitual y me gusta el factor sorpresa. La ciudad gira alrededor del Duomo y éste es el corazón de una urbe vibrante y multicultural. Baste decir que el verano es el caldo de cultivo perfecto para generar aglomeraciones de beodos humanos que se colocan en una cola, y nada, al Duomo de Milán, tan campantes. Yo me incluyo dentro de estos veraneantes sin rumbo. En fin, ya que estás, no te vas a ir de la ciudad sin entrar a la catedral. Solecito, calorón y al tajo. En mi descargo diré que no hice ni una sola foto, ni selfie, ni nada semejante… Es sonrojante ver la indiferencia que muestra el ser humano ante el arte. La cultura se ha convertido es algo jocoso y divertido. Edificios, museos y obras varias, se muestran cada día, no para que reflexionemos sobre una parte tangible de la historia, sino para alimentar el ocio absurdo de millones de gentes varias. Punto.

Como ya es habitual, me disperso. Para alejarse de estos adictos a la fotografía chusquera, tranquilos nos encontraremos con otros, lo mejor es enfilar por la sombra (sol si estamos en invierno, Milán está al lado de los Alpes y es una ciudad en la que hace mucho frío) hacia el convento dominico de Santa María delle Grazie, para contemplar el fresco de ‘La Última Cena’ de Leonardo da Vinci. Para los entendidos, una de las más importantes pinturas de la historia del arte, milagrosamente salvada tras los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial y olvidada durante décadas, hasta la publicación de ‘El Código da Vinci’ de Dan Brown (confieso con rubor que lo he leído, pero sólo lo revelo a los más íntimos). Con una rocambolesca trama de esoterismo baratón y de bajísimo perfil, se sirve del cuadro para dar forma a una trama absurda y mal escrita que crea, eso hay que reconocerlo, una sensación en el lector que lo convierte en un experto en historia y arte como no ha habido igual desde el origen de los tiempos. Generando un irrefrenable deseo de plantarse delante del cuadro, máquina fotográfica en ristre y con ganas de hacer fotos sin ton ni son. Bueno, perdón, de analizar y sentir la delicadeza y la sensibilidad que transmite el cuadro. 



Como el turismo lo malea todo, las autoridades competentes se ven obligadas a contingentar a los humanoides, de forma que cada quince minutos y por medio de un ascensor tipo cápsula de la que no puedes escapar, te depositan en el refectorio del convento para enfrentarte a algo que – de poder tener más tiempo y en una época en la que los móviles cámara no se hubieran inventado – directamente te haría estremecerte. ¿Cómo es posible que algo tan delicado, tan frágil, tan conmovedor haya resistido mal que bien el paso del tiempo? 

Llegada la hora, Jesús se sentó a la mesa con los apóstoles y les dijo «Yo tenía gran deseo de comer esta pascua con vosotros antes de padecer. Porque os digo que ya no la volveré a comer hasta que sea la nueva y perfecta Pascua en el Reino de Dios, porque uno de vosotros me traicionará»
Mt 22, 15-17.

Justo ese momento es el que vemos en el cuadro. Justo ese instante sublime que Leonardo, bajo el mecenazgo de Ludovico Sforza, plasmó sobre yeso en el refectorio de este convento. Mientras se pintaba el fresco, el Ducado de Milán nos pintó otro escenario algo más convulso y mágico de cuyos frutos viven todavía los milaneses.

Quince minutos, que en realidad son diez, no bastan para contemplar la calma en la mirada de Jesús. Su resignación ante el martirio que le espera. Su deseo de rodearse de los que los han seguido en los últimos años de su vida para compartir el pan y el vino en una ceremonia comunal llena de simbolismo. El estudio psicológico de cada uno de los actores de esta trama que cambió la historia de la humanidad. La constatación de la maestría de Leonardo, su aislamiento del ruido que tendría alrededor. Y, por encima de todo, la sorprendente sensación de calidez que te producen las obras maestras que merecen ser contempladas al menos una vez antes de morir.
M.